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Murió la verdad

Murió la verdad

La verdad yace muerta en el suelo. Luce una corona de laureles y lleva puesto un vestido blanco impecable que deja al descubierto sus senos, el cuerpo se encuentra ligeramente inclinado hacia la derecha y tiene los brazos cruzados sobre el vientre, como indica el Libro de los Mártires.

A su alrededor unos frailes se disponen a enterrarla en el mismo lugar, bajo las órdenes de un sombrío obispo que sonríe mirando al vacío. Densos nubarrones se posan sobre un tumulto de espectadores que acuden a ver el cuerpo inerte que aún despide un brillo intenso. A sus pies se encuentra desplomada la justicia que llora inconsolable y solitaria mientras  sostiene en la mano izquierda los restos de una balanza. Murió la verdad.

En este cuadro (aguafuerte) Goya (1814-1815) parece retratar la realidad colombiana. Tratamos la verdad de manera despiadada, la ultrajamos, pisoteamos y estrangulamos hasta el sacrificio:  le dimos muerte sin asomo de compasión para cederle el paso al reino de la mentira y trapisonda.

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Descubrimos que la verdad era un valor altamente peligroso porque ha servido de excusa y fundamento de rebeliones, alzamientos y revoluciones y que sus seguidores son seres anormales, engendros de la sociedad con ideas peligrosas que deben ser condenados al exilio, la desaparición o el patíbulo.

Los grandes pensadores, que los hay en las catatumbas de ciertas arquidiócesis, descubrieron que la verdad no es una idea innata y que es posible educar a buenos ciudadanos con mentiras piadosas y para probarlo los obispos predican que los curas no son pederastas sino víctimas de niños mal educados y padres excesivamente confiados y, al término de la prédica, dejan que sus fieles repitan en coro la buena nueva que hará libre de pecado a los sacerdotes cuando descarguen su concupiscencia en el cuerpo de algún impúber.

Al morir la verdad, deja de existir en nuestras mentes y por lo tanto nadie producirá ideas o reflexiones al respecto, tampoco se hablará de ella, ni siquiera para recordar que existió. Puesto que la mente recibe abundante información que no logra procesar y que  dedicamos muy poco tiempo a reflexionar o simplemente no lo hacemos por pereza o falta de interés, la ausencia de la verdad nos libra de un peso enorme y despeja el camino para adoptar cualquier tipo de creencia, por estúpida que sea,  y defenderla a capa y espada, por el simple hecho de que podemos hacerlo o porque nos agrada quien la promulga o porque sirve para causar daño o mortificar a otras personas o para destruir el país.

La ausencia de la verdad nos convierte en huérfanos de nuestra propia existencia, pero eso no importa porque ahora existe la posverdad, que es la mentira vestida a la última moda o de paisana y  se sienta a manteles con las personas poderosas al igual que recorre las plazas públicas o los barrios marginados, porque no distingue clases sociales, ni edad, sexo o ideología.

Los plutócratas podrán  decir, por ejemplo, que la pobreza es un mandato divino y que es mejor que los ricos administren la riqueza y la concentren porque así los pobres no tendrán que dedicarse a cuidar cosas materiales y gozarán de más tiempo para orar, también podrán convencer a los miserables que la delgadez que produce el hambre les servirá para que puedan pasar montados a camello por el ojo de una aguja.

De la muerte de la verdad se deriva la lenta agonía de la justicia y su indiscutible inutilidad. Quienes visten la toga han olvidado que nada escapa al escrutinio de la justicia de la misma manera que esta no escapa del escrutinio de los demás.

Todos pudimos ver que  la verdad fue defenestrada desde el piso más alto del Palacio de Justicia y luego sacada a escobazos de los despachos judiciales.

El gran pesquisidor y sus subalternos, pueden ahora aplicar con tranquilidad la justicia de doble rasero, mercantilizada,  preferencial y parcializada, a favor de sus clientes, amigos o padrinos, sin que a nadie le incomode  y  basta con que pronuncien ante las cámaras algunas frases célebres contra la corrupción que protegen  para que se difunda el mensaje de que actúan como personas honestas y transparentes.

Muerta la verdad los políticos podrán engañar con sus falsas promesas, sin ningún requiebro moral, y vivir ajenos al temor de ser calificados como mentirosos. Podrán decir que durante ocho años disfrutamos del paraíso y que fuimos gobernados por un hombre justo y honesto, que es  perseguido por lo poco que queda de justicia, debido a que pretende salvarnos de una amenaza imaginaria, a través de su elegido: un ser maravilloso, fiel y obediente, pero sobre todo,  dispuesto a ofrendar su vida por una sonrisa del amo.

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Sin la verdad de por medio, en el postconflicto no habrá reparación a las víctimas, que seguirán condenadas a vivir sin respuestas o a fabricar sus propias historias sobre lo que sucedió, mientras los victimarios les cantan al oído: “quizá, quizá, quizá”.

El cadáver de la verdad será vestido con prendas de uso privativo para que puede ser enterrada como una loca insurrecta que generaba inseguridad al esparcir sus peligrosas ideas sobre la decencia y la honestidad.

La mentira es la nueva emperatriz y bajo su mandato hordas de lacayos esparcen falsas noticias, acorralan a los gobernantes honestos, siembran pánico en las ciudades y degradan las relaciones humanas para que reine el caos y la desconfianza.

Murió la verdad y la noche se hace más oscura.

La opinión de los blogueros no refleja el pensamiento editorial de 90minutos.co

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