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Mi pequeña Eulalia

Mi pequeña Eulalia

Especial para 90minutos.co

En una historia llena de bala tres disparos partieron en dos la historia de Colombia: los que cegaron la vida del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, el viernes 9 de abril de 1948. En el libro ¿En qué momento se jodió Colombia? (2000) de la Editorial Oveja Negra, donde varios autores intentan responder esa pregunta, Plinio Apuleyo Mendoza, nos dice no solo el momento, sino el lugar y la hora exactos: al frente del edificio Agustín Nieto Caballero en la Carrera Séptima con Calle 15 de Bogotá, a la 1:05 pm. Con este episodio de la vida (¿?) nacional comienza y se desarrolla la novela Mi pequeña Eulalia. En una patria sin dueño, de Aída Yepes, una escritora que no conozco pero que me refiere Manuel Tiberio Bermúdez, el alma y nervio del Encuentro Nacional de Escritores que por varios años se realizó en Caicedonia, Valle del Cauca.

Allí, en un pueblo que se precia de ser el Centinela del Valle, conocí a quien me pide leer esta obra y emitir una opinión. No me resulta cómodo, pues guardo para quienes se atreven a publicar en estos tiempos una especie de conmiseración que creo debilita mi juicio. Escribo sobre lo que leo, pero lejos estoy de ser un crítico literario. Dispensarán ustedes (sobre todo la autora) si alguna consideración se aleja de la intención narrativa del texto. Pero debo decir de entrada que quienes garabateamos ideas, debemos estar preparados para el aplauso o el escupitajo verbal. Y los dos deben recibirse con la misma circunspección. De entrada puedo decir que celebro esta obra como un ejercicio de novela histórica de la más alta filigrana retórica, poética e intelectual.

Si Manuel la consideró y me permitió hacer su lectura crítica, no puedo más que intentar pensar como lo hacíamos en aquellos Encuentros donde se hablaba de cine con Lisandro Duque, un sevillano con alma caicedonita tan brillante como excepcional que dice sencillo lo profundo, con letras o con imágenes; de todos los matices de esa franja amarilla que es el eje de toda la obra del tolimense William Ospina; del ensayo de divulgación científica sin pretensiones académicas con Julio César Londoño, un palmirano que traduce lo complejo con la frescura del cuento que es verdad; de historia del conflicto con Arturo Álape (q.e.p.d) acaso el colombiano que más conoció a Manuel Marulanda Vélez alias Tirofijo y quien también escribió sobre el episodio central de la novela de Yepes, El Bogotazo: memorias del olvido (1983) y El cadáver insepulto (2005). Pensar con honestidad, en este caso, en torno de la historia de la familia protagonista: los Lorenzana Feingold. Y su desmembramiento.

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La novela se desarrolla en el municipio antioqueño de Frontino entre 1948 y 1953, en medio de la consolidación de todo aquello que hoy conocemos como cultura paisa y que ya por entonces se vanagloriaba de la Colonización Antioqueña, esa idea a todas luces exagerada de su idiosincrasia, que de forma tácita plantea que después de la venida de Jesucristo a la tierra, ha sido lo mejor que le ha pasado al mundo y, por supuesto, a Colombia. La novela suena a trova y a tiple cadencioso, huele a aguardiente y a tabaco reflexivo, a caña, a panela y a café aromatizantes y monetizantes, guarda cositas en el carriel y tapa otras con la mulera discreta, como esas relaciones no siempre honradas entre patrones y peones, y hasta pareciera rezar el Santo Rosario así como los arrieros putean las recuas de mulas para que salgan del atolladero. Y huele a fierros cuando se blanden los machetes y las hachas convertidas en armas y no como simples herramientas, para acabar con el contrario o con el diferente. Los judíos, por ejemplo.

A lo largo del texto hay una especie de cronología de los hechos acaecidos en aquella tarde aciaga que el país y la historia conocen como El Bogotazo, y lo que le siguieron. Un recorrido que se mueve entre los sucesos y la repercusión en ese villorrio colgado en las montañas occidentales de Antioquia. La sede gaitanista de Frontino –como todos los directorios liberales del país- fue epicentro de un grito unísono que no ha dejado de escucharse 73 años después: ¡Mataron a Gaitán! Desde lo más profundo de su suelo hasta la cúspide de La Iglesia de Nuestra Señora del Carmen y hacia todos los puntos cardenales, Aída Yepes dibuja un panorama de incertidumbre y desolación, de rabia e indignación, de estupor, asombro, miedo y barbarie. “En Frontino comienza el día más trágico, oscuro y estremecedor. Hoy, definitivamente, es el día en que se revientan los huevos que Lucifer ha venido incubando en la tierra”. No abandona claro, los contextos sociopolítico, geográfico y económico. Y con el nombre de cada uno de los 49 capítulos deja entrever un vedado homenaje a alguna obra literaria. Es una novela larga (278 páginas), pero quién dijo que es corta nuestra violencia y, lo peor, quién que se haya puesto el punto final.

 

Los primeros disparos y decapitaciones de la matanza fueron rojos, no solo por la sangre derramada, sino porque en medio de la infamia desbordada ni siquiera ser liberal o arengar en la plaza de Cristo Rey en contra de los conservadores era garantía de salvar la vida. Y en medio de ese amasijo de muerte y siniestralidad comienza la exploración filosófica de la Eulalia, que plantea la estructura mítica de la novela y el hilo conductor de la historia heroica que se entreteje entre la ficción novelada y los datos históricos. Ese recorrido feliz de ida hasta Medellín con su padre y ese regreso temeroso y temerario hasta Frontino, que puede ser el inicio del desarraigo trágico de la familia. Cada hecho se entrelaza con diálogos y reflexiones, con apreciaciones que contextualizan y representan, que relacionan las vidas de una estirpe protagonista de lo acontecido. Descripciones físicas pero también íntimas y del entorno de una familia que no volvería a ser la misma, no solo por la muerte de algunos de sus miembros, sino por la adversidad que deben enfrentar y tal vez superar.

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Cada capítulo es la organización literaria del caos generado por la muerte de Gaitán y las vicisitudes de los habitantes de un pueblo tan enardecido como confundido, que Aída Yepes relata con discreción y cierta frialdad, no porque carezca de sensibilidad sino, al contrario, porque la domina con fruición. Cada palabra pareciera ubicarse con la precisión de un reloj implacable, donde el minutero es lo que ocurre en Bogotá y el segundero lo que sobreviene en Frontino. Ese es su tiempo y ese su paso, su peso y sus inexorables consecuencias. Desde la periferia, la novela atisba el centro. Y desde una muerte, todas las muertes que desencadenó el magnicidio. Estado, gobierno, Iglesia (con monseñor Builes como estandarte), policía, medios (prensa y radio) y, en general, todas la instituciones en un torbellino de argumentaciones fatuas y nefastas expiraciones.

“Palabras plenamente sinceras y patrióticamente sinceras…” leo por ahí en alguna página y pido prestadas para decir que Eulalia funge como la conciencia de ese pueblo que se mata entre sí, que señala y se niega su encuentro con el otro, con los fuereños que rompen el molde social. Ella es la bondad ante la bestialidad, la reflexión en medio de la saña, el llanto conmovedor y de alguna forma una lágrima esperanzadora, pero sobre todo, ella es el futuro con sus esplendorosos 14 años. Una fuerza inusitada. Un futuro que llevará la marca escarlata de la violencia. Una prueba de resiliencia irrefutable. Una pequeña linternita en medio de semejante tenebrosidad. Una asombrosa y arrolladora tranquilidad ante tanta adversidad, porque tiene conocimiento, porque lee, porque habla otros idiomas, porque toca piano y tiene sensibilidad artística. Pero fue violada, convulsiona y sufre amnesia, como el país. Y pare un hijo de la desgracia que no deja de ser una bendición. Por eso es la conciencia del pueblo en medio de la discreta pero evidente opulencia de la arrasada hacienda Sarrazola. En suma, una dueña de sí misma en una patria con dueños de dos colores: conservadores y liberales. Y no podría ser de otra forma, su nombre de origen griego traduce elocuencia. Y Eulalia es esa fuerza expresiva que convence, es la niña mujer hecha saber y persuasión para superarlo todo.

A la altura de María (1867) de Jorge Isaacs, por esa minuciosa recreación del espacio y el tiempo, de las costumbres, tradiciones y el momento histórico; de Dolores (1887) de Soledad Acosta de Samper, por sumergirse en la metáfora del aislamiento de la mujer a lo Emily Dickinson, para proyectarse a través de las letras; o de  Ifigenia de Teresa de la Parra, que planteó por primera vez en su país (Venezuela) el drama de la mujer frente a una sociedad que no le permitía tener voz propia. Mi pequeña Eulalia es ese espacio total autónomo y propio de la mujer que reclamaba la escritora británica Virginia Woolf, autora de la novela La señora Dalloway (1925) y del ensayo Una habitación propia (1929), un clásico sobre la escritura y el género, al que acudo para decir que Aída Yepes confirma con Mi pequeña Eulalia que la buena literatura no es masculina o femenina. Solo es buena o mediocre. Y esta obra está en la primera línea, tanto, que Eulalia termina en la clandestinidad llamándose Sofía, la que tiene sabiduría; y le dispara a Belcebeth a los genitales, acaso en un intento alegórico por extirpar el machismo patriarcal y sus pactos demoníacos con la violencia de todos los colores.

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