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A veces las voces

A veces las voces

La historia de la literatura está llena de obras de ficción cuyos escritores duraron toda una vida construyéndolas. Diez, veinte o más años. Eso es toda una vida.

A Marcel Proust le tomó 14 años escribir los siete tomos de En busca del tiempo perdido. De 1908 a 1922, año en que murió. El primero lo publicó en 1913 y los tres últimos de manera póstuma.

Gay Talase acaba de publicar The Voyeur’s Motel, una historia que conoció en 1980 pero que un acuerdo de confidencialidad con su protagonista mantuvo engavetada 36 años.

Antonio Caballero se demoró 20 años escribiendo Sin Remedio, por una razón tan simple como contundente: la pereza.

Y a otros nos les alcanzó la vida, como a Carlos Fuentes que escribió y reescribió sobre Carlos Pizarro Leongómez por espacio de dos décadas. Pero lo agarró la parca el 15 de mayo de 2012 sin acabar la tarea. Quien terminó Aquiles o El Guerrillero y el asesino, fue el académico peruano Julio Ortega.

Pero caso aparte merece Voces de Chernóbil (1997), de la periodista y Premio Nobel de Literatura (2015) Svetlana Alexiévich. 20 años después de la catástrofe atómica y 10 años después de publicado el libro, sigue preguntándose si este da testimonio del pasado o del futuro. Y se atreve una respuesta que no es definitiva: es una catástrofe del tiempo, donde están claras las causas, pero se desconocen las totales consecuencias.

Un libro documental que bien valdría leer y aplicar en Colombia para comenzar a narrar el histórico periodo que hemos empezado a transitar y que usted puede llamar como se le antoje. Realizó 500 entrevistas. Medio millar de las que llama “historias omitidas”. Son poco más de 400 páginas. Tres partes y cuarenta y tantos monólogos estremecedores donde logra desaparecer como voz protagónica y otorgársela a sus entrevistados.

Lo hace con tal manejo del lenguaje y de la tensión dramática, del respeto y la consideración humana, que el lector se sumerge en un relato intenso –incluso íntimo- de los protagonistas que cuentan sin prevenciones, que narran desde su elemental experiencia. Es la voz de campesinos que vivían como sus ancestros hace 200 años, al lado de un reactor nuclear que era sinónimo de desarrollo, progreso y sobretodo, futuro. En su cielo volaban, además de ruiseñores, señores en naves espaciales.

Es tan fácil deslizarse a la banalidad. A la banalidad del horror... escribe la bielorrusa, que ante la magnitud del desastre tecnológico más grave del siglo XX, lo que hace es escuchar sus voces, esas voces lógicas, llenas de saberes y pareceres, donde la muerte termina confundida con el amor. Donde el saber elemental supera al saber científico. Donde el docto es ignorante ante el sensitivo. Donde la inteligencia vuelve a ser lo que es, esa herramienta inasible para ser feliz y no la avara matriz que parió el progreso y el desarrollo.

Hay una doble condición que ella representa a lo largo de toda la obra: relatos de amor y de muerte narrados a manera de monólogos, donde se refleja cómo cientos de miles de personas anónimas, vivieron la tragedia de Chernóbil.

Forzados por el dolor y la enfermedad, vieron cómo eran enterradas primero sus aldeas y después sus muertos. Cómo fueron enterradas sus casas y desterradas sus familias. Estaban contaminados y condenados, por la radiación y por la sociedad. La autora se vale de una polifonía de voces que a veces susurran y otras veces gritan el silencio de su tragedia.

Su mundo sucumbió ante la magnificencia física y química de la hecatombe y Alexiévich los reivindica. Les otorga voz, para que ellos le cuenten al mundo la tragedia desde su perspectiva. Después de medio siglo de conflicto con las FARC-EP, todos vamos a tener que aprender a escuchar y narrar desde otra perspectiva.

Si hemos sido mal informados o desinformados o manipulados o engañados o se nos ha ocultado la terrible situación de la guerra y las justificadas razones de sus inicios, es preciso reparar el error, asumir la tarea de contar desde otros sufrimientos e ilusiones, desde otras perspectivas e intereses. Otros odios y otros amores.

Ahora el destino no es la fatalidad, hay esperanza. Habrá que hacer en adelante lo que no se hizo en medio siglo o más, 200 años de república. También hacer catarsis. Y allí el periodismo podría jugar un papel determinante. Dejar de ser el contador de muertos. Aunque a veces sus voces, enseñan más que las de los vivos.

Como en el libro citado, siempre hay esperanza, instinto, supervivencia, pero ante todo conciencia trágica de una realidad que muchos no escogieron. Que se arrastra, que se lleva incubada. Pero ahora podrán morirse de viejos. Sin la zozobra como sombra, o el miedo a todo, de todo y por todo. Es probable la nostalgia, pero debemos trascender el relato de situaciones dolorosas. Se necesita compromiso social en los relatos, en la narración, en las voces. Y crítica claro, pues seguirán desatendidas angustias y pérdidas, y duelos que deben ser comunicados con eficacia.

Pero no podemos demorarnos 20, 30 o 50 años. No hay tanto tiempo. Svetlana Alexiévich nos regala un modelo: la crónica del futuro. Porque las consecuencias de una tragedia no se detienen. La tragedia no es una fecha o un nombre, es una realidad inacabada, no contada en su totalidad, un cataclismo cuyos devastadores efectos no paran. Se debe hacer un manejo impecable del tiempo, pues la tragedia no es algo del pasado, sino del presente y sobretodo, del futuro. Ya estuvo bien de causas, hay que atisbar en las consecuencias. Eso significa darle más importancia a la vida que a la muerte. Más humanización del relato, más atención a los testimonios que a las cifras, más a las opiniones que a los datos escuetos.

Eso logran, a veces las voces.