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La paz no se decreta

La paz no se decreta

La paz está de moda. Y es mejor a que sea moda la paz y no matarse entre nacionales. Entre nacionales pobres, valga la claridad. Soldados y guerrilleros campesinos. Y los campesinos en Colombia son pobres entre los pobres. Está de moda la paz y se hacen debates, foros, talleres y conversatorios sobre el tema. Y se escriben artículos y se emiten programas de televisión. Y la radio hace lo propio. Y se dictan cátedras de paz. Siempre será mejor que corran ríos de tinta y no de sangre. Y en las redes cada quien expresa lo que quiere. Y a través de los memes el pueblo se burla de lo que quiere. Pero la moda es pasajera. Bien lo dijo -con toda la autoridad que le confiere lo que vale la marca- Coco Channel: “no es la apariencia, es la esencia”. Y para trivializar más el argumento si se quiere, Giorgio Armani aseguró que “la moda es la mejor herramienta para ayudarnos a soñar”.

Esto parecía serio, pensarán algunos. Y lo es. La moda es un testigo del gran mundo, de las élites. De los que pueden decidir qué comprar, no de los que compran lo que pueden. De esa solemnidad que decide a través de muchos mecanismos, entre ellos el lenguaje, qué es, qué sucede, qué se hace, qué se come, cómo se vivé y claro, cuándo y cómo se muere. Aquí alguien dijo -o escribió- que en Colombia es posible desde la cuna, saber si ese muchachito va a ser sicario o presidente. La moda de los pobres es la historia y su historia, no es lo que le pasó a hombres notables y célebres. Es mucho  más, nos dice Alfredo Molano, es lo que le sucede a la gente común y corriente todos los días. Desde que se levanta lleno de ilusiones, hasta que cae rendido en la noche, sin esperanzas.

Es muy probable entonces que esa cantidad de colombianos que no se acuesta, que en la práctica se desmaya, no crea en la paz, que no esté a la moda. No asista a los cientos de miles de eventos que se hacen en nombre de la paz. Y tiene sentido, porque sus ideas, sus gustos, sus necesidades, sus sueños, y en general su vida, no le interesan a nadie más que a ellos mismos. Su vida no cambia. Cambiará con la firma de unos acuerdos. Debería, pero pasará. Está de moda la paz, pero ellos no suelen estar a la moda.

Podrá asumirse esta posición como algo banal, pero es tan delgada la línea entre la paz y la moda de la paz, que uno comienza a dudar de ese discurso impuesto desde el gobierno y aupado por sus medios. Todos, tanto los enemigos del conflicto y como los amigos del posconflicto, son tan responsables de nuestra situación como de la aplicación de un modelo de desarrollo fracasado. Bueno, sí puede llamársele modelo a eso que cada gobierno hace para beneficiarse a sí mismo o a las mismas minorías de siempre. Casi una veintena de gobiernos que diseñaron igual número de planes y programas para seguir por la misma senda. Algo se ha hecho sin duda, el desarrollo a veces se salta a los gobiernos y las multinacionales lo saben.

De modo que esta la apuesta por la paz, resulta diferente. Mucho va de la noche de farra y borrachera de Guadalupe Salcedo y sus hombres -ya amnistiados-, con encopetados políticos capitalinos como Germán Zea, Pacho Eladio Ramírez y Juan Lozano y Lozano; a la asistencia de negociadores de la Farc al concierto de los Rolling Stones o el partido de béisbol entre Cuba y Estados Unidos. Tal vez todos terminaron borrachos, pero los primeros terminaron muertos esa noche. Sin mencionar el exterminio sistemático, físico y jurídico de la Unión Patriótica, años después. De tres candidatos presidenciales. De tantos hombres que creyeron en la paz y las negociaciones.

Han sido tantos años de guerra -cada violentólogo tiene una fecha diferente- que estos días de paz parecen más un delirio que una realidad. Menos ataques, menos hostigamientos, menos emboscadas. Solo algunos efectivos golpes mediáticos. Pobres medios, están asustadísimos, sobre qué van a informar. Pobre Estado, esta asustadísimo, a quién culpar por todas las desgracias de la nación. Pobre pueblo, ahora le dicen que está en paz y llevan medio siglo diciéndole que está en guerra. Y en términos  efectivos, las dos son unas mentiras del tamaño de Colombia, o de Cuba, o del mar territorial que perdimos con Nicaragua, o de la zona de despeje en el Caguán, o de San José de Ralito. En suma, no importa el tamaño sino el desempeño. Y no me he salido del tema.

Son tan inmensas las brechas socioeconómicas en Colombia, que es factible que el posconflicto no alcance para resolverlas y que de nuevo las promesas se incumplan y el resentimiento vuelva con una violencia que nos habita, que llevamos incubada y emerge cuando algún dispositivo de marginalidad, de inequidad, de iniquidad, lo detona. Ojalá no ocurra, pero puede ocurrir. Se le ha incumplido tanto a este país y a  quienes se han acercado a la paz y han firmado acuerdos. Han caído luego abatidos por una mano tan invisible como efectiva. El hambre no sabe de bandos opuestos. La necesidad no conoce de procesos. La iniquidad, esa injustica histórica, esa gran maldad en el modo de obrar, no se soluciona con firmas, sino con hechos concretos. La paz -todos sabemos- no se decreta.