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Exceso oral y acoso textual

Exceso oral y acoso textual

En Francia les dicen ‘periodistas orales’ y en Colombia ‘líderes de opinión’. Los académicos galos -con Pierre Bourdieu a la cabeza- los consideran una casta, una clase. Un discípulo de éste, Serge Halimi, cree que allá son una treintena, los portavoces del pensamiento oficial. Aquí son tantos como politiqueros hay, pero digamos que se cuentan con los dedos -de los pies-, los que cada madrugada definen la agenda setting de la nación. No más de cinco gurúes -algunos atrevidos les llaman ‘vacas sagradas’- establecen los temas de discusión periodística. Leyó bien, sí, discusión, alharaca, porque el debate es otra cosa. Y en cuanto a la información, es más opinión disfrazada.

Son los amos de la radio, de la inmediatez y de la desfachatez. Cómplices que sobreviven a todas las alternancias políticas, sagaces lobistas que se mueven con sinuosidad entre los vaivenes burocráticos, expertos aduladores que enarbolan el servilismo. En suma, periodistas rastreros que confunden su labor de mediadores sociales con la de escaladores en la misma línea. Arribistas zalameros que no se diferencian el uno del otro. Sus ideas son uniformes y sus preocupaciones impostadas. En la mañana entrevistan y por la noche beben con su fuente. Son la desgracia de las sociedades modernas, o postmodernas, que confirman los premodernos que somos. Están de plácemes, las campañas políticas los ponen de moda y junto al Proceso de paz en La Habana, les inflama el ego y los bolsillos. Se creen grandes, pero están apenas hinchados. Son mercenarios de la contrainformación.

Abominan de lo popular, la cultura de las mayorías les parece inferior, desagradable. Se preguntan cómo está el cielo en Australia, pero desconocen cómo están las calles en Soacha. Las fronteras de la nación son los límites de Bogotá. Saben con qué vino se acompaña el sushi y no tienen idea de cómo queda crocante un chicharrón. Se burlan de las canciones de Joan Sebastian porque ahora escuchan a Johann Sebastian Bach. Son expertos en The Beatles y condenan la carranga o la música carrilera. Se creen héroes, semidioses, sin saber que esa sociedad que hoy desdeñan los cambiará a futuro. Les pasó a los sacerdotes y a los intelectuales. No son concientes de que su soberbia, es una discapacidad resultante de su encuentro fugaz -y a veces fortuito- con el poder. No comentan, pontifican. No analizan, sentencian.

No han de tener muy claro que una cosa es hablar de y otra, muy diferente, hablar desde. Es cierto que por las múltiples presiones que lo acosan, al periodista no le permiten alcanzar la más noble función del escritor, entregar el testimonio libre del tiempo que le ha correspondido vivir. A veces ni a los mismos escritores les es permitido, pues cuando no es la censura, es la autocensura la que amordaza, o la editorial, pero de ahí a que los periodistas sean simples correas trasmisoras del poder, hay una enorme diferencia. Ellos avasallados, convertidos en vasallos del poder, y las sociedades arrolladas por su práctica. Exceso oral y acoso textual en nuestra radio. Mucha palabrería, mucha verborrea para disfrazar sus ocultos mandados, la defensa de intereses interpuestos. Lo más grave, es que ellos fijan, la televisión retoma y la prensa recoge.

Hay otras historias posibles y diversas formas de ver y pensar nuestro país, nodos de conocimiento y categorías de pensamiento que lo hegemónico ha dejado por fuera y han impactado las culturas populares y periféricas desde las cuales ha comenzado a escribirse otra historia. No solo la de los hombres ilustres, sino la de todos los otros, que son mayoría. No es cuestión solo del Santismo y del Uribismo, y de sus antagónicas posiciones ante temas que les resultan comunes  y con idénticos intereses. Hasta cuándo los ‘periodistas orales’, los que determinan la noticias, los que marcan el derrotero informativo, seguirán opinando sobre lo mismo.

Nos han enseñado la historia y las hazañas de los que iban de a caballo (primero las de los conquistadores: Cortés, Pizarro, Belálcazar, etc. luego las de los próceres: Bolívar, Santander, Nariño, Sucre, Páez, etc.), pero las historias de los que iban a pie nadie nos ha hablado. Son seres invisibles para la historia oficial. Y para el caso, Santos y Uribe son historia oficial. Una bogotana y la otra antioqueña. Y estos periodistas ‘van montados’. No hay estatuas para las víctimas, tampoco micrófonos ni páginas enteras. No sabemos nada de ellos o sabemos muy poco, producto de los criterios con lo que se definen las noticias. Desconocemos sobre su familia, sus pasiones y sentimientos, sus miedos o sueños. Solo sabemos de su valentía olvidada y de sus aportes poco valorados. Lo popular no tiene cabida.

Quienes determinaron y aun determinan lo que debe o no darse a conocer y cómo hacerlo, lo que debe o no ser objeto de emisión, deben conocer con certeza que el mundo no se compone de hechos, sino del lenguaje que describe esos hechos y sucesos de la realidad, y más aún, que lo que se logra depende del tipo de lenguaje que se utilice. Por eso les ha causado tanta molestia a los prohombres de la radio la propuesta de desescalar también el lenguaje. Sabemos con Eduardo Galeano que la palabra texto tiene su origen en tejer, acción que conduce a la danza de los hilos. Pero no se escribe en la radio, se improvisa bajo unos lineamientos, por supuesto, ajenos e impuestos.

Todo texto es una reelaboración de la realidad. Colombia es una historia ininterrumpida de violencia que debe ser contada y no solo contabilizada. La temporalidad de los sucesos obliga a una revisión de la historia oficial claro, pero con un respeto por los juicios que esgrimen los protagonistas, la posición y el lugar de producción del autor –de lo que habla Michel de Certeau– y el asumir como documento todo lo que informa de la presencia humana, un rastro, un signo, una copla o un dicho, sin desconocer por supuesto, esa supremacía cada vez más cuestionada –pero que aún se privilegia – de los documentos escritos y oficiales.