Icono del sitio

Entre Copa y Copa

Entre Copa y Copa

Comencemos por decir que para nuestro país solo una cosa era segura antes del inicio del torneo más antiguo de selecciones del mundo: el pueblo -y todo indica que los medios- esperaban que fuera campeona. Y ello resulta lógico en el raciocinio de un hincha, pero jamás en el de un periodista. Incluso en el de un productor televisivo, cuyo anhelo se ancla más en la rentabilidad de la  inversión, que en el patriotismo deportivo. Una cosa es el favoritismo y otra el triunfalismo exacerbado. El primero se establece con parámetros como la historia, las estadísticas, los clubes y ligas en las que militan los jugadores, y sobretodo, el momento futbolístico por el que atraviesen. El segundo, es un caudal desbordado de anhelos truncos que se pretenden resarcir, para el caso colombiano, con goles, triunfos, rating y trago. Y el periodismo, el mismo que registra desórdenes, heridos y muertos en cada celebración, es el detonante de semejante estado de primitivismo.

Es indiscutible que no solo para Colombia, sino para todas las naciones que disputaron el torneo, el fútbol se convierte en ese bálsamo que alivia el sofoco que causa la hoguera de necesidades irresueltas y el maquillaje con el cual se cubre el rostro de la desdicha social, de los millones de cadáveres insepultos que sobreviven a pesar de todas las adversidades en esta América ‘Ladina’. En una contradicción del sentido y de la lógica, no importa la bandera -que se ondea y se pinta, y se viste y se expone, y se engalana y se iza-, y tampoco la patria, solo el triunfo del equipo a toda costa. Es una especie de avasallamiento, una nueva forma de lucha, esa estilización de la guerra, menos letal pero igual de cruel en sus agresiones y comportamientos con el otro.

Y ahí están los medios azuzando la hoguera, echándole más sebo al candil, más leña a una caldera donde el infierno está al final de cada noventa minutos y el cielo después del último partido. De la final. No es malo querer ganar, pero aquello de competir que pregonó el Barón Pierre de Coubertin es hoy un embeleco. Valdría recordar y emular al inglés Gary Lineker, goleador de México 86, quien tras perder en semifinales con los teutones reconoció la superioridad de su adversario: "El fútbol es un juego simple: 22 hombres corren detrás de un balón durante 90 minutos y, al final, los alemanes siempre ganan".Todo un caballero, no en vano jamás recibió una tarjeta amarilla en toda su carrera. Pero no, ni los colombianos, ni los argentinos, ni los brasileros, ni los chilenos, ni los uruguayos, están dispuestos a reconocer que el fútbol es un juego, que si algo le debemos a la globalización y a los medios, al espectáculo massmediatizado, es que todo se conoce y que las distancias se han acortado.

Aun así, la superioridad permanece y esa manifiesta exigencia que parte de los medios y sus periodistas-comentaristas-analistas, provee de otros sentidos al ‘mejor deporte del mundo’. El infoentretenimiento empuja la civilización a la barbarie, influye y determina un comportamiento que lo olvida casi todo, mientras los medios construyen una realidad que gira en torno del balón. Los criterios de noticiabilidad desplazan los diálogos de paz en Colombia, la escasez provocada en Venezuela, las protestas de las minorías privilegiadas en Ecuador, las de la derecha en Brasil, el borrón progresivo de Tabaré ante lo hecho por Mujica en Uruguay, la pobreza en Jamaica, el narcotráfico en México, y hasta la idea de que sería justo para Bolivia y Paraguay, tener salida al mar, pero es más fácil e importante ganarse la Copa América.

Antesdel debut con Venezuela y en la antesala de cada partido, Caracol -como dueño de los derechos exclusivos de transmisión- hizo acopio de toda su plataforma tecnológica y fiel a su slogan ‘movió la vida’ de los colombianos. Es irrefutable que ningún otro hecho o suceso noticioso merece para este o cualquier canal privado en Colombia, un despliegue humano y técnico de tan vastas proporciones. Ninguno, por trascendental, positivo o trágico que sea. Desde todas las ciudades chilenas en donde se jugó y desde las principales capitales colombianas y las ciudades o poblados de donde son oriundos algunos de los jugadores, hubo enlaces para contar nada y mostrar un alboroto nacional deplorable. Es la deformación de la alegría, la distorsión del patriotismo y la desproporción histórica de celebrar antes de ganar. Con la camiseta puesta, la cara pintada, el estrépito ensordecedor de las bubuselas y la cultura popular convertida en circo, el periodismo se llenó de Coles menos estrambóticos y se limitó a preguntar el marcador de los partidos, a favor de Colombia. Es como cubrir unas elecciones con la camiseta de un partido político o una guerra con el uniforme de uno de los bandos. Un lamentable apocamiento de la profesión.

Por todo lo anterior, como en la canción que inmortalizara Miguel Aceves Mejía, entre copa y copa se acaba la vida. Cualquiera de las líneas de esta pieza vernácula del folclor mejicano nos define. Los hinchas traen penas en el alma que nos las cura sino el gol, del triunfo claro está. Y el licor. Se hunden por su culpa en la desgracia y se matan entre iguales. Era previsible. Después de un mundial fantástico -y aquí el término es lo que es, ilusorio- a la caterva enardecida solo le sirve Colombia campeón. Y al periodismo, que no lo reconoce, también.