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El peón de El Ajedrecista

El peón de El Ajedrecista

Especial para 90minutos.co

El viernes 9 de junio de 1995 a las 3:30 p.m. –hace 28 años, bajo el mandato de Ernesto Samper– el Bloque de Búsqueda de la Policía Nacional, en cabeza del general Rosso José Serrano Cadena, capturó en una casa del barrio Santa Mónica Residencial a Gilberto José Rodríguez Orejuela, máximo líder del Cartel de Cali. Ese día fue el último de una etapa de seguimiento minucioso por parte de agentes encubiertos –mujeres trotando, taxistas, indigentes, albañiles, transeúntes, vigilantes, vendedores ambulantes, etc.– al asistente personal de El Ajedrecista. Una especie de secretario privado de su más entera confianza por su seriedad y lealtad; y al que el capo consideraba afectivamente como un hijo y le confiaba incluso la representación en sus llamadas personales, cuando estuvo libre y más aún en medio de la clandestinidad.

Llegaron a saberlo casi todo sobre este hombre de 1,78 de estatura y 34 años de edad –por entonces– que siempre andaba bien vestido y utilizaba una loción tan exclusiva que fue clave para estar al acecho de todos sus movimientos desde su lugar de residencia en Ciudad Jardín. Sigue siendo un hombre afable y muy amable, de buenas maneras y un excelente sentido del humor, refinado en su trato y prudente –aunque directo– en sus apreciaciones. Las autoridades siempre lo escalonaban en las operaciones de seguimiento, pues su rutina incluía mucho movimiento sobre todo a pie para pasar desapercibido. Sigue andando a pie. No era un hombre ostentoso, de joyas o extravagancias, y aún es así; jamás se le vio portar armas o andar en carros lujosos. Aunque confiesa haber sido “vago y bebedor”, hace poco tiempo dejó de consumir alcohol y hace mucho cualquier otra sustancia.

En su natal Roldanillo, municipio en el norte de Valle del Cauca, signado por el narcotráfico y hoy irónicamente declarado el primer “Pueblo mágico” del departamento y de Colombia, es uno más de sus escasos 35.000 habitantes, aproximadamente. Vive solo en una casa grande y solariega donde también funciona un consultorio, a escasas cuadras del Parque Central Elías Guerrero y a menos de la Capilla de La Ermita, una hermosa construcción en ladrillo limpio desde donde se divisan las Tres Cruces del cerro tutelar del municipio. No es un hombre de sueños o sueño. A sus 62 años su vida es real, normal y sosegada. Algo noctámbulo, se levanta muy temprano en la madrugada, prepara café y desayuna con algún pan y se sienta a trabajar. No lo sorprende el amanecer. Tiene novia y asegura que lo más probable es que se case con ella, porque dice con gracia que “fue la única que me paró bolas en los últimos años y hay que ser agradecido”.

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Tiene una memoria prodigiosa. Mientras habla recita nombres completos con una certeza tremenda, establece relaciones y conexiones con hechos, lugares y personas con una fidelidad asombrosa. Es un narrador nato y cuenta con una capacidad descriptiva sinigual. Se considera un buen amigo de sus amigos y una persona que no tiene nada qué ocultar a la sociedad y que no tiene ningún pendiente con la justicia. Permanecer vivo, libre y tranquilo, podría ser la mejor confirmación de lo que asegura sin rodeos. Porta una manicartera de cuero café y en ella dos celulares, porque asegura que siempre hay que dividir el trabajo y la vida privada. Está sentado en la parte exterior de la primera heladería de la Calle Ocho –el sitio in del pueblo en la peatonal del Museo Rayo–, haciendo remembranzas con dos amigas con las que se graduó en bachillerato y fueron de visita; y a las que hace reír con sus comentarios a cada minuto. Allí lo conocí y sólo atendí en silencio su agradable conversa mientras bebí una soda que me ofreció. Es amigo de una mujer que no quiso ser mi vida por una simple e irrefrenable pulsión a hablar sin límites sobre algo que no vale la pena ni siquiera mencionar.

La noche siguiente –en el mismo lugar, pero ya en el otro extremo–, en uno de los gastrobares de la concurrida calle roldanillense, compartimos mesa y una muy amena conversación, donde supe de su relación con el hombre capturado detrás de un mueble de madera con dos entrepaños, que cubría un hueco de dos metros de alto y uno y medio de ancho, en una pared hueca. Don Gilberto era un hombre muy serio, asegura. Aquel día, les dijo a los hombres del Comando Especial Conjunto: “Hombre, los felicito. Hicieron su trabajo bien. Ganaron”. Se refiere a él no sólo con respeto, sino con una especie de admiración, que no alcanza a ser veneración. Es un tipo realista. Afirma que el capo –muerto en mayo de 2022 en una cárcel de los Estados Unidos–, era un hombre muy trabajador que llegaba puntual a su oficina todos los días y cumplía horario como cualquiera. Muy prudente y de pocas palabras, pero analítico y contundente. “No era mujeriego”, añade. “Sólo tenía a su esposa y a su novia”, asevera con una seriedad que no es ironía.

En medio de una enorme coincidencia –pues conocía a quien fuera mi esposa por casi una década–, comenzamos a hablar sobre la relación entre la salsa y el narcotráfico, un tema que me apasiona desde que conocí Nueva York y es una línea que atraviesa mi más reciente libro. Además de todo, también sabe de música y del circuito de la rumba en esa Cali ochentera que lideró su patrón. En julio de 1996 fue llamado a juicio por encubrimiento y enriquecimiento ilícito: duró siete años preso. No es un hombre adinerado, de hecho, habla con desdén sobre quienes “se tiraron el pueblo” porque ostentaban un poder que no tenían, sólo unos cuantos pesos y un arma al cinto, producto de trabajar en las ‘cocinas’, los laboratorios donde se procesa cocaína. Almuerza –con una puntualidad casi inglesa– en restaurantes normales y dice que no paga más de quince mil pesos por un ‘corrientazo’. No se ufana de nada, ni esgrime haber sido importante en la organización, sólo un muchacho que llegó a trabajar con alguien considerado en aquel tiempo: respetable, con el que todos querían trabajar.

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A finales de 2005 y buscando nuevos horizontes viajó a Miami para radicarse allí. Su decisión generó suspicacias, pues no es normal que EE.UU. otorgue visa a exconvictos y menos a los relacionados con narcotráfico, a no ser en calidad de delatores. Pero el hombre es claro y directo: “Ellos –la familia de los Rodríguez– fueron los primeros que supieron de mi viaje. Yo mismo les informé”. En Roldanillo –como en cualquier otro municipio del norte del departamento y en muchos de Colombia– todos tienen alguna historia sobre los “duros” y muchas sobre los traquetos o lavaperros de poca monta. Alguna ostentación desbordada, una fiesta pomposa, una mansión suntuosa, una finca fastuosa, un caballo de paso fino incomparable, alguna mujer desorbitantemente bella –comprable– y, como las construcciones, hoy envejecida y venida a menos. Así se forjó el carácter de esta nación, un país donde es más importante parecer y tener, que ser.

El tipo es una parte de la historia viva de un Cartel que en su momento –muerto Pablo Escobar– llegó a manejar el 80% del negocio de la cocaína de exportación. Trabaja con una compañía de seguros en temas de accidentes de Tránsito. Como todos los vendedores, vive de las comisiones y se pone su sueldo. No tiene carro, ni moto, ni bicicleta –no le gusta el ejercicio– se mueve en transporte público y ya no se aplica lociones tan exclusivas. Viste bien, pero normal, bien puesto. Será muchas cosas, menos paranoico. Muy astuto, eso sí. Estudió Medicina, pero no pudo ni con la sangre ni con la vagancia juvenil. Es Administrador de Empresas de la Universidad Santiago de Cali y se vinculó con Gilberto Rodríguez a través de familiares suyos que trabajaban para él. Un hombre que bajaba dinero para el Cartel de Cali los traicionó y delató, por una recompensa que estableció la DEA. Más que la inteligencia policial, hace 28 se confirmó una vez más –con la captura de Gilberto Rodríguez– que la ambición de los sapos es el más grande y peligroso de los carteles para los narcotraficantes.

Adenda: Hay personas que bajo anonimato intentan sacudirse el pasado; mientras otras, a pesar de lo vergonzante, lo enarbolan porque no tienen nada más de qué sentirse orgullosas. Este hombre es de los primeros.

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