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El pelusa Hurtado

El pelusa Hurtado

Especial para 90minutos.co

“Jugar sin hinchada

es como bailar sin música”.

Eduardo Galeano – El fútbol a sol y sombra

Intentaré hacer con las manos lo que ya no puedo hacer con los pies: jugar. Y hacerlo con las pelotas, porque seguro lloverán improperios de aquellos que en la vida jamás sintieron que el fútbol para la mayoría de los hombres es la vida misma. Sí, suena a exageración, pero es así. Hay una especie de negación de esta especie elemental, barbuda y cervecera para abandonar los cortos, los guayos, el balón y la pasión por el gol, ese orgasmo extraordinario y letal, cual centrodelantero infalible. Es lo único, lo absolutamente único que extraño de no tener 25 años: poder jugar fútbol con la misma intensidad. ¡Ah mentes sucias que se imaginaron otros impedimentos! No me atrevo a hablar de calidad, si es que alguna vez la tuve o me acompañó en cualquier torneo o recocha de barrio, porque homínido que se respete se considera crack y fue una lesión –por lo regular de rodilla- la que no le permitió surcar las canchas del mundo.

Pero no es mi historia la que ahora importa, aunque es inevitable citar una cuita futbolística: los dos goles que le anoté a Faryd Camilo Mondragón Alí, arquero del Colegio Colombo Británico, con la camiseta del Colegio Coomeva. Todavía creo, como en aquella tarde ochentera, que era un tipo pinta, pero un pésimo portero y chicanero como el que más. Pero sigamos, después me da por hablar de lo mal comentarista que es. Dentro del grupo de amigos de la universidad con los que se almuerza y se comenta –a veces fútbol-, se critica, se analiza, se aprende y se ríe a carcajadas, sólo dos de los cinco insisten en jugarlo: Jorge Mauricio y Guido Germán. El primero experto en comunicación, educación y tecnología; y el segundo, un historiador metido en lides de territorio, cultura y política. Juan Carlos, un cinéfilo empedernido, se declara desmovilizado del fútbol y otras prácticas mundanas; y Diego, grandioso petiso del grupo que –quien lo creyera- si bien jugó fútbol con el equipo del Sena, descolló fue en baloncesto y ahora, nada. Y no es natación.  

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El único que no ha superado la guasca de las primeras cincuenta carambolas es Mauro, con 48. Un polluelo. Guido, tiene 58 años. Juan Carlos, 52. Diego, 63 y parece el más joven. Y quien escribe, 54, de la primera serie, que salió buenísima. Canas, barrigas y calvicies, entre incipientes y consolidadas. Y esa camándula de pepas para casi todo: gastritis, presión, rinitis, ácido úrico, etc. Ninguno confiesa las azulitas que comienzan con ese. Todos casados, menos uno. Todos separados y vueltos a juntar, menos dos. Todos con hijas, tres sin hijos varones, pero no por eso sin herencia futbolera. Ahora las chicas meten pierna y dan codo. Cabecean y la paran con el pecho. Hacen túneles y gambetas. Tacos y zancadillas. Escupen como cobras y hacen escorpiones y chalacas como el más avezado Freestyle. De modo que la fiebre no ha bajado y tampoco la propensión a jugarlo. Antes de relatar el debut de Guido en el equipo de amigos de Mauro, vale recordar un fragmento del único texto que García Márquez le dedicó al fútbol, porque al igual de Jorge Luis Borges, y otro equipo de intelectuales, lo detestaba: “Advertí que durante toda mi vida había tenido algo de que muchas veces me había ufanado y que ayer me estorbaba de una manera inaceptable: el sentido del ridículo”.

Para volver a caer rendido a los pies de Galeano, “…con esa melancolía irremediable que todos sentimos después del amor y al final de un partido”, asistí al histórico encuentro. Fueron dos semanas de antesala. Dos semanas de pedir chico. Dos semanas para comprobar qué tanto jugaba Guido Germán el Pelusa Hurtado. Un hombre casi leyenda en su natal Santander de Quilichao, que asegura haber jugado en el Deportes Quindío, pero de lo que no ha podido entregar pruebas o evidencias, al menos fotográficas. Hay apodos en el fútbol que se repiten como esa decadente pulsión de los hombres a insistir en jugar fútbol cuando este ya los ha abandonado. Y Pelusa, es uno de ellos. La cuestión es que además del Pelusa Pérez, a Maradona también le aplicaron el remoquete y esa es una carga muy grande para cualquier otro mortal.

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La cancha, sintética: Euforia, puro nombre de loción femenina. Y esa ilusa imitación de gramilla que daña rodillas y riñones. Y -hay que decirlo-, en la que se corre como con taxímetro al trasero. No es el espacio ideal para desplegar fútbol, pero el tronco o el calidoso se reconocen en la amarrada de los guayos o en la forma cómo paran un balón. Y Guido llegó con la indumentaria, pero tarde. Se sumó y desequilibró el encuentro. 7 contra 6 y la consabida recarga. Se enfundó en ese peto vergonzante y se ubicó en su espacio, el del volante mixto en el mediocampo. Es un tipo promedio en estatura y peso. Su diferencia radica en cómo levanta la cabeza, yergue su espalda, saca lo que le queda de culo y esa barriguita tipo liquid paper. Se ve raro sin gafas y callado. No fue por mucho tiempo.

Apenas habló le reviraron. En un grupo que lleva siete años jugando, el que llega nuevo tiene la culpa de todo. ¡Atrevido! Guido toca de primera y se desmarca. Busca espacios, triangula. Tiene visión de la cancha, la pide, grita. No marcó, pero los puso. Es un volante que pone a jugar. Y eso en canchas pequeñas es difícil. Mauro -el que lo llevó-, en lo suyo: el liderazgo. La rosca, dirán algunos. Desborde por derecha y zapatazo. Tiene calle, barrio, picardía. Muchos taquitos y paredes cortas. Le dicen “Mincho” y no se llama Benjamín. Es por lo ‘gamincho’. Hace goles y mofas. A pesar de su estatura es habilidoso, algo extraño, propio de Sócrates o Zlatan. Guido es más pausado y táctico. Un ocho convencional. Mauro, más explosivo y mañoso. Los dos tienen técnica, pero les hace falta físico, como a todos los que se encuentran para jugar. Un parche de ingenieros con más voluntad de calidad. Algunos quiebrapatas, más por falta de pericia que por exceso de mala intención. Chocan más que esos carritos de la ciudad de hierro. Un grupo de nostálgicos que se niega a abandonar la cancha o a tocársela a una mujer que jugó los últimos quince minutos con ellos. En suma, un grupo de cavernícolas del fútbol que ya no puede hacer con el cuerpo lo que el cerebro futbolero les indica. Esa es su mayor diversión y algunos deben saberlo, también su mayor tragedia. Será el tema de varios almuerzos: La noche que debutó el Pelusa Hurtado.

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