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De mí a mí en Miami

De mí a mí en Miami

Blog de Lizandro Penagos

Hasta hace quince días los únicos Orlando que conocía eran Orlando el furioso, el poema épico de Ludovico Ariosto; y Orlando, el mecánico de mi barrio, que a todo aquel cuyo nombre desconoce le dice “Don usted”. Con medio siglo al hombro y un morral en el otro, viajé a los Estados Unidos. Lo hizo posible mi hija, de glamorosos 19 añitos, que lo conoció hace un lustro. Y entonces me despojé de prejuicios (mamertos según un primo del Centro Democrático. ¡No hay familia perfecta!) y me fui a conocer la meca del capitalismo, del consumismo, del tecnicismo, del armamentismo, del militarismo, del chauvinismo –de otros varios ismos- y de los que hasta hace poco fueron los dueños del Istmo de Panamá.

Y he aquí el resultado de mi conductismo. Estos gringos son prodigiosos. Ponen a todo el mundo a pagar por visitarlos y ver lo que ellos no tienen y construyen artificialmente (castillos, cascadas, safaris, etc.) y los demás sí, aunque olvidado o sin explotación comercial. Sus parques son una especie de impuesta adicción al entretenimiento y como toda práctica adictiva, costosa, de placeres momentáneos y esa sensación de vacío que lo llena todo cuando el efecto acaba. Son el paraíso de las filas y las atracciones fugaces. Y del consumo. También de la réplicas, que lo cubren todo. Están diseñados para que ninguna plata y ningún tiempo alcancen. No hay lugar para el tedio, aunque después de 12 horas y unos pies exhaustos, si para el hastío. Te atacan todos los sentidos. Llegué a pensar que expelen olor de asado a la hora del almuerzo, porque jamás vi el humo. La hamburguesa es la reina y la Coca Cola su elixir.

Sus atracciones mecánicas son una mezcla de vértigo, velocidad y un peligro que no siempre es solo sensación. Basta revisar la historia y un par de estudios de la Comisión para la Seguridad de los Productos para el Consumo. Sus simuladores, son una experiencia que no deja libre ningún sentido. Ves, escuchas, hueles, sientes con la piel, el órgano más extenso y maravilloso. Y sus juegos, una provocación a sumergirse en el mundo que crean desde Hollywood. Ese universo de la representación simbólica. Todo está diseñado para hacer comprar. La foto que no sabes cuándo te toman o la tira cómica convertida en muñeco, que te espera en cada salida. El manejo del espacio es excepcional. Un efecto de inmensidad lo cubre todo. Giras como un corcho en remolino y crees que has recorrido la galaxia. Un mapa como de tesoro te guía y se fracasa en grande. La impresión comienza en los parqueaderos. Allí inicia el rigor, la organización, los turistas arreados como una manada de búfalos.

Hormigueros de gente de todo el mundo donde los mexicanos les compiten a sus mórbidos y níveos gordos descomunales. Chinos, indios, españoles, alemanes, argentinos, franceses, iraníes, turcos. En fin. Y los negros empoderados, coloridos y escandalosos. Wynwood era su último refugio en Miami y el arte comenzó a correrlos. Sus murales son un derroche de color, apenas comparable con las obras de esquela del brasilero Romero Britto. Todavía se percibe en una de sus calles esa imagen típica de las películas donde -como en todo el mundo- el microtráfico está al alcance de todos, pero no a la vista de la policía. Extrañan a Obama y comparten con la mayoría de latinos, un desprecio hacia Trump que es casi devoción. Y es que el racismo está de vuelta, no se había ido, pero estaba agazapado y el magnate de pipi chiquito (eso han dicho las prostitutas que suele contratar) lo despertó con sus gemidos, o mejor, con sus ronquidos de marrano albino. El Design District es el museo de los pobres. Recorrer sus calles es comprobar que uno se viste todo el año con lo que vale una prenda de algunos de sus almacenes. Arquitectura, exclusividad, glamour y un estilo “muy cool” diría mi sobrina ‘Ice’. Impresionante, como casi todo aquí.

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En Hard Rock Café las prendas de algunas estrellas de la música arropan la nostalgia de unos iconos que cada día suenan mejor, aunque algunos ya estén muertos. La chaqueta roja de Michael en Thriller, me impactó tanto como los pantalones de Shakira sin sus caderas. Lo de sus vías y la organización es otro cuento. Todo el sector es impoluto, como virtual. El teléfono móvil y las aplicaciones para moverse no son sólo necesarias, sino imprescindibles. En Miami todo queda lejos. Aquí el carro es una obligación y los caballos, una figura en los Porsche o los Ferrari. Los hay de todas las marcas y en unos modelos tan rápidos y furiosos que hasta la película se les queda corta. Las autopistas son autopistas, sin semáforos, con peajes automáticos que disparan luces directo a la tarjeta, con puentes que se repiten como en una pantalla, con paredes a los lados que fortalecen la sensación de tobogán. Edificios con diseños algo espaciales y calles sin gente. Toda está en Miami Beach, en sus calles peatonales, en sus restaurantes y tiendas. En sus galerías y boutiques. Mucho lujo, dinero y excentricidad. Aquí uno se aterra de lo pobres que son los ricos de Colombia. ¡Discúlpame Patrón!

Mucho sol y mucha piel. Mucha gente a la que no le importa la otra gente. Pasa un indigente, lleva un iPhone en su mano. Pasan dos homosexuales, van emocionados al templo de su fervor, la mansión que fuera de Gianni Versace y ahora es hotel. Pasa un cubano, va almorzar a Pollo Tropical. Pasa una anciana en bikini, bronceada como el pollo. Pasa un colombiano, todavía le importa el otro y qué dirá de él. Dos rumanas y una rusa se toman un cóctel. Sus piernas terminan en los pies, pero deben comenzar en las falsas costillas. Son hermosas, alguien me dice que son prostitutas. No le creo. Supongo que son damas de compañía que prestan todo tipo de servicios a dueños y presidentes de todo tipo de Compañías. La playa no es bella, pero es playa. Aquí no se dan el lujo de esperar que la naturaleza crezca. Todo se siembra grande. Lo plantan, lo imponen y levantan, mientras un pelícano se zambulle a buscar su desayuno. También hay edificios acostados. Son los cruceros, unos hoteles que van por el mundo desafiando la historia del Titanic. Llenos de gente trabajadora que puede ver a lo lejos las casas de los millonarios y comprar algún suvenir en promoción. En Key Biscayne me comí el mejor pargo rojo de mi vida. ¡Perdóname Chencha!

El de Fort Lauderdale es un aeropuerto que crece cada día. Aquí todo crece, menos la naturaleza. A todo momento se construye, se cambia, se arregla, se modifica, se amplía, se trabaja. Y Odebrecht funciona como un reloj suizo. Impecable. Es un país insobornable, eso dicen las autoridades, aunque los desmienta la realidad y el cine. El Downtown es la materialización de Rico Mac Pato. Concentra el mayor número de bancos por kilómetro cuadrado del mundo. El terminal aéreo de Miami le queda estrecho a una ciudad que anda a millón y donde una visita es casi una demostración de amor. Todos regalan algo, menos tiempo. Solo los amigos entrañables y algún familiar querido. El transporte público es reducido a las pequeñas ciudades que conforman la gran ciudad. Los barrios y condominios son más grandes que la mayoría de nuestros municipios. Aquí cualquier trabajo permite vivir dignamente. Esclavo, pero digno. Preso de los tiempos modernos. ¡A tu salud Chaplin!

La visita a Key West es un espectáculo, una experiencia que asombra por la magnificencia del paisaje que logran la naturaleza y el hombre, cuando se respetan y se temen. Casi medio centenar de puentes que unen uno y otro cayo, una y otra islita circundada por todos los matices del verde aguamarina. Solo uno de los puentes tiene siete millas, unos 11.2 kilómetros. En cuatro horas de recorrido nadie adelanta en carretera, ni sobrepasa la velocidad establecida o la reduce. Si no fuera por el mar, uno terminaría ahogado por el letargo. Y allí, al final, donde comienzan los Estados Unidos, donde está la Roosevelt Boulevard A1A, está la casa de Ernest Hemingway. El lugar donde escribía de 6:00 am a 12:00 m con una disciplina casi monástica. Allí culminó Adiós a las armas, Tener y no tener, Hombres sin mujeres y Muerte en la tarde. Eso reza un volante escrito en un pésimo español. Eso y otros chismes de cocina y habitación con sus cuatro esposas, así como sus excursiones al Sloopy Joe’s Bar, pero nada sobre literatura. Nada. Y allí, en Key West, también está el mojón para la foto obligada. Cuba está cerquita desde la Duval Street, pero este monolito pintoresco muy lejos desde La Habana. 90 millas. Es que los gringos son un portento, todo lo vuelven espectáculo, consumo y, por supuesto, dinero. Y sí, ni más faltaba, dejan entrar mamertos. Desde que consuman, claro está. ¡Un gran abrazo primo!

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