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Cartagena ¡qué Indias!

Cartagena ¡qué Indias!

Por el frente del Teatro Heredia en Cartagena pasa Colombia. Una Colombia vestida de lino, cuyas existencias deben estar agotadas. Es el epicentro del Hay Festival. Ahora se llama Teatro Adolfo Mejía. En la Heroica ha sido costumbre desde siempre cambiarle el nombre a todo. A las casas, a las calles, a las plazas, a los parques, a la gente. A todo. No es extraño, así se tejen las leyendas. El Centro de Convenciones ahora se nombra Julio César Turbay Ayala y muchos quisieran orar y llorar en el propio Getsemaní. De hecho Cartagena se llamaba Calamarí y don Pedro de Heredia más que fundar, refundó, arrasó y reemplazó. Ojalá no les dé por quitar a la India Catalina y erigirle una estatua a ‘Tutina’. Por el Heredia pasa el político y el caminante. Pasa la dama y el contrincante. Pasa la élite y el millonario. El intelectual y el visionario. Pasa el actor y la meretriz. La actriz y el benefactor. Pasa el vendedor y pasa el vendido. Pasa el revendedor y el aburrido. Pasa el turista y el altruista. Pasa el dinero, poderoso caballero. Pasa la historia y nos dice que la gloria del Corralito, es haber sido siempre exquisito. Rico. Dos siglos y 59 millones costó la muralla. Sigue cuidando riquezas. Evita, separa, segrega. En toda la Ciudad Histórica asustan. Los precios.

Pasa un lagarto y pasa una rata. Los dos se mean sin levantar la pata. La primera se asoma en una alcantarilla y el segundo busca protección bajo una sombrilla. Es ambulante, protege -junto a un perro callejero-, una venta de arepa e’ huevo. Una gaviota extraviada critica a un pelícano desde un almendro, mientras las palomas llenan casi todas las estatuas con su excremento: Bolívar, Juan Pablo II, Cristóbal Colon, Los Reyes Católicos, todos los mártires y don Blas de Lezo. Se salvan Los Pegassos y los Zapatos Viejos. Y la del Joe, que en una proeza artística, es más fea que el artista homenajeado. Y pasa una pava, posada en la cabeza de una extranjera más blanca que todas las blancas de Cartagena. Su piel es tan blanca, como oscura la conciencia de su marido. Busca una negra -o una India Catalina- y le pagará con dólares. Las más finas esencias ceden ante la ardiente orina. La brisa lucha y la chucha acecha. Pasan los caballos con sus coches y sus bolsas para el derroche… de estiércol. Si pudieran controlarían sus meados, pero esa es tarea del Específico disuelto. De un baldado de Creolina que desinfecta y mientras se arroja, es asueto para el equino y fatalidad para el cochero. Pasan los esposos y pasan los amantes. Pasan los novios y los delirantes. Pasan los taxistas y los exhibicionistas. Pasan los escoltas y los repetidos. Los policías y las alcancías. Revolotean las mariamulatas y se guardan las corbatas. Todas. Pasa un barrendero y cree que el Heredia es un burladero. Hay reflectores y ventiladores. El mar rompe bravío al otro lado de la avenida Santander, como queriendo volver por sus fueros. Por sus dominios. Por lo que le quitaron. El mar de leva se fue. Dejó de bramar, tal vez para escuchar también los conversatorios del Hay Festival. Para escuchar a tanta gente que habla de tantas cosas con la boca grande y con la boca chica.

Pero esta versión del Hay Festival, la once, es historia, ya pasó. Pasó Humberto de La Calle con su vehemencia conceptual, su oratoria del consenso, esa coraza moral que le otorgó renunciar a la vicepresidencia en medio del 8.000 y un aura de candidato presidencial que será difícil oscurecer. Pasó Jorge Lanata, con ese cuerpo como de bovino descomunal y esa barba de dios omnipotente que le permitió decir que el periodismo no tiene tanto poder como el populismo cree. Pasó Ciro Guerra, abrazado por la serpiente de la fama que da una nominación el Oscar. Y Sandro Romero, el único sobreviviente de una generación de caleños brillantes que volvió humo sus entusiasmos e inhaló todos sus delirios. Y pasó William Ospina, que tras una carta abierta ante la candidatura de Carlos Gaviria a la presidencia, dejó de ser el consentido de las editoriales y los mecenas. Ahora Juan Esteban Constaín y Juan Gabriel Vásquez hacen ruido al llegar y al salir. Ojalá no hagan al caer. Y pasaron Juanes y Fonseca, con su literatura en medidas dosis musicales.  Y pasó el denigrador mayor, Daniel Samper Pizano, con el peso a cuestas de su hermano y de su ‘Breve historia de este puto mundo’. Y pasó como una exhalación, Alma Guillermoprieto, con esa claridad meridiana que -con los años y su figura enigmática- le imprime a todo lo que dice. Y comprueba que su inteligencia es un excelso cedazo que filtra todo lo que piensa para enunciarlo perfecto. ¡Qué clase de periodismo! De todo. Y pasó Moisés Naím, para recordarnos que -en contra de casi todos-, la inteligencia también florece en Venezuela. Nació en Libia, pero es el único latino en la lista de los 50 pensadores vivos más influyentes del mundo. Y pasó Antonio Caballero con su salero. Y echó más sal en la herida y más limón en las llagas. Y no dejó de fruncir el ceño. Y pasó Jorge Perugorría, que contó intimidades del rodaje de ‘Edipo Alcalde’ y compartió con una Emma Suárez, más despelucada que cuando fue rebautizada ‘La chica Almodóvar’. Pasaron 130 autores y 80 conversatorios. El último que vi, fue el que versó sobre le Joe Arroyo. Magníficos Mauricio Silva, Fruko, Checo Acosta y Chelito de Castro. Todos rieron con las mentirillas del Joe y nadie atisbó que su orquesta se llamó la verdad. Y pasó el alcalde y no fue el presidente.

Con el esqueleto de Colombia, y a punta de reflexiones, se hizo una radiografía del mundo. Eso es bueno, tanto como sentarse a ver pasar el país desde la muralla, con una cerveza helada en la mano. Y pasan dos indias, esbeltas, imponentes. No llevan lino. Tienen tatuajes. Están agotadas. El trajín ha sido duro. Las dos piensan en la suerte de Dania. Son damas de compañía. Qué vaina, que manía la de los cartageneros de cambiarle el nombre a todo.