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Bala, geografía e historia

Bala, geografía e historia

No son pocos los lugares de Colombia que emergen de la periferia al centro por una masacre. La sangre impulsa y propulsa. Se convierte en tinta, en energía, en onda. Pasan a primera página de la prensa, del revés de la nación a las pantallas de la televisión y se oye hablar de ellos en la radio. Luego vuelven a desaparecer. A los muertos los cubre el dolor ajeno, a los féretros la bandera, a todos en algún momento nos cubrirá la tierra y a esos lugares el olvido. El más reciente ha sido Güicán, en el noreste de Boyacá. Le han dicho de todo a este municipio: inhóspito, remoto, perdido… No han de saber su papel en la historia de Colombia. Para reconocer -o para no olvidar-, así quedó escrito ‘De los odios a los oídos’, uno de los nueve relatos del libro La violencia en Alegrías y Barragán: relatos, luchas y agonías, un ejercicio de narrativas de la Violencia en dos corregimientos de Valle del Cauca, en Sevilla y Tuluá, colonizados por hombres y mujeres de ‘esas lejanías’.

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A mí nadie me contó esa historia. Yo mismo la oí en el radio. Ese día doña Alicia me había mandado llamar para que bajara a Sevilla y llevara unas novillas que estaban a punto de parir ahí en La Florida. Cuando llegué, sus dos hijos tenían listas las bestias, bien aperadas y enfiladas para el camino. Pero La Leona -yo todavía no le decía así a doña Carmen Alicia Fonseca- ordenó que almorzáramos antes de arrancar. Mientras servían un almuerzo de lujo me dijo: Don Olegario, ¡usted no se imagina lo que traje…! ¡Traje un radiecito! ¡De los sutatenzas! ¡Lo voy a traer! ¡Eso se escucha muy bueno! ¡Voy a traerlo!” Y lo arrimó ahí cerquita de donde estábamos. Era una mujer muy culta y muy brava. Bachiller. Leía libros y periódicos. Hablaba inglés y francés. Era de Chile, de por allá se la trajo el marido, un exmilitar santanderiano de apellido Barrera. Cuando él murió decían que la Leona vivía con el Tigre. A la gente no se le escapa nada. Era una finca que lindaba con La Florida y se llamaba La Trampa del Tigre. Y prendió el radio.

Cuando lo puso a sonar estaban diciendo el bochinche. ¡Lo hirieron, hirieron al doctor Gaitán! ¡Cójanlo, cójanlo! Y eso tan lejos y uno sentía que eso estaba más prendido que un hijuemichica. Ahí nomasito. Lo estaban transmitiendo en directo por ese radio y yo ahí, escuchando todo. Qué almuerzo ni que nada, qué cuento de viaje ni de novillas, todos poniendo cuidado. Así estuvimos un rato. Y nos mirábamos y mirábamos las novillas que se espantaban las moscas con la cola. Y las chicharras que ya se estallaban, como las ubres de las novillas que pronto dejarían de serlo. Y en Bogotá ya había estallado todo. Ese día comenzó a sentirse un calor raro, como el ardor que deja quemarse con un tizón o con una marca de hierro, y eso que era invierno. Seguro por eso tronaron las chicharras, que casi nunca se oían por esos lados. Es que los animales ventean el peligro, la muerte, la olfatean. Y le advierten a uno las cosas, pero uno no les para bolas. Después, como a la hora, ya cuchariamos ese sancochito como sin ganas y con menos ganas le echamos mano a las presas. La guisandera recogió los trastes y dijo: ¡de razón que costó tanto matar esas gallinas! ¡Algo iba a pasar! ¡Se iba a derramar más sangre! Fue la primera vez que todos sonreímos ese día. Pero era una risa como de preocupación. Yo no era de miedos, y tampoco doña Alicia, pero a los muchachos se les notaba el susto hasta en los dientes.

Yo escuché cuando como a las dos de la tarde le echaron mano a la Emisora Nacional. Fueron el Vicente Suescún y el Gerardo Suescún. Yo los conocía de tiempo atrás, les reconocí la voz en el radio, los dos eran boyacenses como yo, pero ellos eran de Chiscas, senadores ambos. Enseguida envolvieron con su lengua sectaria a Pánfilo Mora, senador también, que era del Cocuy. Y que también atizó el fuego. “Acabad señores liberales del Cocuy, acabad con esos godos de Guicán, no dejen un sólo godo en Pachacual. Váyanse y acaben con todo, porque es la única verdad conservadora que tiene el Cocuy”. Todo se escuchaba clarito.

Y el Vicente y el Gerardo se turnaban para pasar saliva. “Bueno chiscanos, ahora sí a acabar con esos espinaleros. De esos godos del Espino que no quede nada. No más manceras en sus manos, ni más azadones empuñados, no más hachas. ¡Las hachas, sí las necesitan, es para que maten esa gente! Maten esos godos del Espino que son tan matones”. Que son tan tal cosa, que son tan tal otra. Yo escuchaba y pensaba, pero por Dios, qué va a pasar con los arados y los cultivos. Y las escopetas, y los machetes, y lo que tengan en las manos, será para acabar con los vecinos. Y en el alma, qué con el alma, con lo que en ella guardamos, los amigos, el apego por la tierra, por el trabajo. Y yo ahí sentado, tan lejos de mi terruño y tan cerca de ese aparato.

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A nosotros los boyacenses nos tocó duro, porque era como si ser de esa tierra fuera pecado. Era como si todos fuéramos de Boavita, de la vereda Chulavita, como si todos hubiéramos defendido al Gobierno, como si todos hubiéremos matado a Gaitán. Y uno sabía eso era de puras oídas. Al comienzo todos estábamos armados de puro valor, pero después tocó armarse de verdad, ir y buscarse los fierros para no dejar que a uno lo mataran como a un pajarito.

Han pasado muchos años y el radio sigue contando, contando y contando muertos.