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A tres bandas

A tres bandas

Especial para 90minutos.co

“En el juego de la vida

Nada te vale la suerte

Porque al fin de la partida

Gana el albur de la muerte”…

Mundito Medina (Canta Daniel Santos)

Hay cosas que la modernidad no ha podido derrotar y una de esas es el billar. No importa si es en algún recóndito lugar perdido entre la maraña selvática o rociado por una tormenta de arena o de nieve, en algún suburbio profundo de la capital del mundo o en alguna ciudad de provincia y pacotilla en cualquiera de los tres mundos, o en alguna mansión anónima de un nuevo rico tropical o de un millonario reconocido en Wall Street, una mesa de billar es a veces el único escenario donde rueda la vida impulsada nada más que por los golpes y una banda sonora. Donde se analiza y se entiza. Donde se apunta y se golpea.  Donde se acierta o se desconcierta. Donde -sobre todo los hombres, pero también las mujeres y otras yerbas- se entretienen y divierten. O donde se pierde o se gana. A veces la vida. ¡Y no es una exageración!

Baste con releer a Manuel Mejía Vallejo y su Aire de tango (1973), Las muertes ajenas (1979), Tarde de verano (1980) y El mundo sigue andando (1984). La tradición oral llevada a la escritura y a esa especie de costumbrismo modernizado al que no le es ajeno el billar que no ha cambiado en siglos aunque cada quien crea reinventarlo continuamente. Nunca es posible el empate en este juego y siempre, siempre, absolutamente siempre, se refleja en la mesa la condición humana. La calma o la inseguridad, la tranquilidad o la codicia, la personalidad o la avaricia, la seriedad o la desfachatez, la palabra o la cobardía, el conocimiento o el azar, la realidad o la fantasía. Y donde una carambola libre o a tres bandas –por sencilla que sea-, es el resultado de combinar lo adverso y en apariencia imposible para lograr la victoria y el asombro de quien ignora el juego. No releo, pero evoco con nostalgia El día señalado (1964) de Vallejo y esa cruz cansada de tener los brazos abiertos.

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El billar es como la vida: mirada serena, para analizar el contexto y diseñar la jugada; entreno constante, para afinar el pulso; precisión imperiosa, para reducir el error porque la perfección es imposible; cálculo absoluto, para no depender el azar; talento trabajado, para forjar el carácter y la humildad; física plena, para propinar la fuerza necesaria; una pizca de suerte que nunca sobra; y ese acierto satisfactorio para agacharse y continuar jugando. Y ojalá, vencer. Esa también es la vida, no quedarse en el logro, trascenderlo, porque ella continúa, porque los triunfos son historia, porque un palmarés es sólo estadística y cifras que deben revalidarse cada día. O sino, simple pasado, todo día lo será, pero contra eso se lucha. En el billar hay física, geometría, matemática y hasta filosofía, pero quien sabe jugarlo puede no saberlas y aplicarlas. Ocurre lo mismo con la vida: no siempre vive mejor el que más sabe, sino el que mejor juega. El billar envuelve con el asombro, con la invocación de lo posible por difícil que sea, con las infinitas posibilidades de acierto y falla, esa maravillosa revelación del acertijo de los movimientos en el limitado rectángulo verde.

Jugó Fernando VII y Francisco de Paula Santander. También Laureano Gómez y hasta Brigitte Bardot. Al primero, todos los súbditos lameculos lo dejaban ganar para congraciarse con el monarca cuya habilidad no radicaba precisamente en la fálica pericia de hacer fantasías con el taco y con las bolas; y el segundo -que fue el primer colombiano en tener mesa de billar propia en casa-, pasó a la historia como ‘El hombre de las leyes’ cuando en realidad era un rufián que hacía negocios a tres bandas con ellas (con las leyes) para engordar su pecunio. Hacía una, cantaba dos y corría tres. (Si no entendió, usted jamás ha jugado billar) Como el préstamo para la mal llamada “Campaña Libertadora” (lucha por el poder liderada por los criollos considerados con “mancha de tierra” por los españoles ‘de bien’) que le supuso ‘abudineables’ ganancias. O Hato Grande, la hacienda que le expropió Bolívar (robó es el término adecuado) al sacerdote español Pedro Martínez en nombre de la “Independencia”, se la ‘adjudicó’ a Santander “en pago de sus favores a la libertad” y que hoy funge como la casa de campo de los presidentes de la república. ¡Eso explica tantas cosas! En fin, sólo espero dispense usted abnegado lector tantas comillas dobles y simples para explicar tanto agravio. Del “monstruo” Laureano Gómez sería mejor no hablar, pero diseñó el Frente Nacional carambola a carambola. Y B.B. el mito erótico de los sesenta, sin duda supo de bolas.

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Pero volvamos a agacharnos y a jugar. El billar por extensión es el lugar donde se juega y como tal tiene su propio argot, ese lenguaje único que sólo se aprende allí y funciona como un código específico que se descifra en medio de la barahúnda de música, tintineo de botellas y copas, algunos tintos, cigarrillos, mucho humo y una que otra ‘putalacha’, esas chicas descomplicadas del insecto aquel. Bueno, de ahí que la sociedad haya visto al billar como un espacio de vagancia y perdición, de vulgaridad y malevaje, cuando en realidad es una escuela de la vida, ese difícil arte en el que todos somos aprendices. Si el contrincante juega mucho: juega más que niño chiquito amasando mierda. Si se rebusca las carambolas por difíciles que sean: más peligroso que una pelea en un billar. Si a pesar de haber hecho todo lo posible la carambola no se hace: se fue por puta porque no le hacía falta nada. Si es bueno para el golpe de corrido: yo corro pero ‘nuncacorro’ como vos. Si bueno para el retroceso: jala más que pelo e’ cuca. Una carambola producto de la suerte: un chimbazo o un arepazo. Si la bola tacadora toca sutilmente la primera bola y es carambola: más fino que calzoncillos de marica. Si la mujer que atiende tiene piernas bonitas: Tiene más patas que una mesa de billar. Dichos burdos y machistas –todos o casi todos-, pero quién dijo que la cultura popular deja de copular metáforas para entregarnos lo que luego se estiliza. Por ejemplo: “El matrimonio es como las bolas de billar, todo el día chocan y luego duermen tranquilas”.

No importa si son las dieciséis del billar pool -la blanca tacadora y las quince con un color y número definidos- o las tres del billar, una roja y dos blancas. Una de las blancas tiene un punto. Las primeras bolas fueron de marfil y debieron rodar muchas lágrimas de elefante y miles de paquidérmicos morir para que ellas rodaran y corrieran los billaristas a limpiarlas como si no hubieran significado tanta sangre. Ahora son de una resina de poliéster que el británico Bill Yar no debió ni siquiera imaginarse, como tampoco Henry Devigne, el artesano de la corte de Luis VX, que elevó el juego del suelo. Se pueden caminar kilómetros en una noche de billar. El cálculo habla de un kilómetro y medio por cada partida de cincuenta carambolas, que es la extensión del “chorizo” donde se marcan los puntos y las chiripas. Y agacharse tantas veces como tacadas se hagan en un “chico”. Y a pesar de eso y de todo, no es deporte Olímpico aunque si mundial. Los antiguos egipcios terminaban con el culo y las rodillas lastimadas porque lo jugaban en el suelo. Ya en los salones de las cortes francesas se estilizó y se hizo acompañar de otras prácticas más mundanas y menos sanctas.

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El billar requiere la concentración del ajedrez, la elegancia del golf, la plasticidad de la danza, la fuerza de los bolos, la sensibilidad de la esgrima, la astucia de los delincuentes y la frialdad de los criminales. Por eso lo jugaron Luis XI, Napoleón, el cardenal Richelieu, Abraham Lincoln y George Washington; y lo pintaron Vincent van Gogh, Paul Gauguin y Toulouse-Lautrec. Pero ahora que me acuerdo les iba era a hablar (en realidad eso es escribir) del cuento de Gabriel García Márquez, En este pueblo no hay ladrones (1962) y su relación metafórica con las jugadas de carambola a tres bandas de esta oligarquía putrefacta ‘en cabeza’ de un Duque tan inferior como descarado y provocador, que tienen al nefasto exministro de hacienda, Alberto Carrasquilla, como codirector del Banco de la República; y a la funesta exministra de la TIC’s Karen Abudinen como alcaldesa ad-hoc para Sincelejo-Sucre. Verdaderas bofetadas a la ‘opinión pública’, si esa vaina existe.

En este pueblo sí hay ladrones y no sólo gobiernan sino que les importa un soberano rábano ser descubiertos porque aquí no pasa un ¡masculino de Ana! aunque pase de todo. Al fin que el billar también es ambición y resistencia. Turbación y descaro. Interés y concupiscencia. Políticos como la bola roja, que no se toca pero todo lo condiciona. Desgraciados que no sienten culpa, ni siquiera cargos de conciencia por sus desfachateces frente a una sociedad que se acostumbró a la obscena corrupción, a ese yugo maldito que comparte con cierto beneplácito, porque también ella es corrupta. Tan ladrón Dámaso como don Roque, tan ladrona Ana como el negro forastero acusado de robarse las bolas del billar de ese pueblo miserable. Tan ladrón Duque como Carrasquilla, tan ladrona Abudinen como Martha Lucía. Porque en cualquier país del mundo roban los ladrones, pero aquí roban todos. El desfalco del erario es casi nada comparado con el más grande de todos los hurtos que se perpetra cada día en este país de miseria: se roban la esperanza a más de tres bandas.

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