Tal vez Dios ha sido generoso con este hombre que no se lo quita ni un segundo de la boca, lo menciona a toda hora y le agradece con una piedad admirable el haberle dado mucho más de lo que con fe le había pedido en la vida desde pequeño cuando asistía a la escuela de su barrio.
Y luego, en el bachillerato, al Colegio San Pedro Claver; pero el diablo –que es puerco y degenerado, según el refranero popular– pone en sus labios una frase demoledora e impía:
“Hoy me arrepiento de no haberlos matado”.
Y lo dice como una exhalación, como si se quitara de encima un peso insoportable, como si una súbita descarga de adrenalina le agitara la respiración; le aumentara el ritmo cardiaco y le dilatara un poco más sus ojos, ya de por sí algo saltones y rebosantes de viveza.
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Porque en la vida de Jarlinson Pantano Gómez, como en la de cualquier otro ser humano trascendental y con carácter, se entrelazan los sueños y las tragedias, la pasión y los abandonos y, por supuesto, en su trasegar deportivo, los triunfos y las dificultades.
“A mí me van a recordar por tres cosas en la vida: por ganarme una etapa en el Tour de Francia, por la acusación de doping y porque los ladrones me desocuparon dos veces la tienda”.
Sentencia como si fuera el vidente de una profecía lapidaria. “Este es un país desagradecido”, puntualiza.
Resumo. Frente a la primera, fue la etapa 15 (Bourg-en-Bresse–Culoz) en 2016, a la que se le suman dos segundos puestos en etapa, tercero en la montaña y joven revelación del Tour ese año. Nada mal para alguien cuyo techo era sólo correr la carrera más importante del mundo en bicicleta.
Asimismo, de cara al dopaje, la notificación de la UCI (Unión Ciclista Internacional) con resultado analítico adverso por eritropoyetina , le llegó justo mientras ardía uno de los emblemas religiosos y culturales de Francia y del mundo:
La Catedral de Notre Dame en París, el 15 de abril de 2019. Y la tercera, pues en este caso no es la vencida sino lo perdido, y el contexto de la frase sobre el arrepentimiento, aludida arriba.
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Detonado inicialmente por la presentación de una reforma tributaria y otra a la educación superior. Y acentuado por la pandemia del COVID-19, el 21 de noviembre de 2019 eclosionó el estallido social (Paro Nacional #21N); una bomba de manifestaciones multifactoriales donde confluyó lo mejor y lo peor de la sociedad colombiana.
Además, un río revuelto y caudaloso de inconformidad y de protestas, de vandalismo y de violencia, de soñadores y de sensatos, de policías y de ladrones. Una marea de sangre, sudor y lágrimas cuyo efecto más devastador pareciera ser hoy la polarización exacerbada del país; y en Cali –epicentro ideológico del fenómeno– el entierro del civismo por el que fuera reconocida la ciudad y un desconocimiento de la autoridad, la ley y los principios que rigen la convivencia.
Y allí estaba Jarlinson, como en una contrarreloj, arrancando de nuevo, aunque no de cero.
Tras el dictamen de la UCI, este muchacho nacido en el barrio La Independencia, cerca de Puerto Resistencia en la comuna 11 de Cali, el 19 de noviembre de 1988, no le pidió perdón a nadie.
“Soy inocente, no tengo de que arrepentirme y no apelé la decisión porque con mi esposa acordamos no gastarnos el dinero que con tanto esfuerzo había logrado, en una defensa absurda”.
Asegura sin ningún asomo de vergüenza o nostalgia, mientras continúa:
“Eso es como pelear con la Policía”, agrega con un gran sarcasmo. No sentía que fuera a obtener más victorias, sólo un par de años más de buen contrato.
Entonces desechó el qué dirán, no pidió peritaje y montó un almacén de bicicletas, La tienda de Pantano, porque es de lo que sabe, no de ferretería, ni de tornillos o de cualquier otro negocio donde resultaría ‘tumbado’.
Igualmente, en su mundo desde los 12 años, cuando su papá José Gabriel Pantano –un ciclista aficionado– lo montó con mucha precaución en esta preciosa vacaloca. No lo dejaba entrenar tanto cuando era chico. El negocio iba bien, en medio de los obstáculos que supone un emprendimiento.
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Pero una noche aciaga del estallido social, que para él fue “estallido criminal”, los vándalos le saquearon el almacén.
A él, que postuló su nombre al Concejo de Cali en 2019, que viene del barrio. De una clase social pobre y luchadora, que ha hecho trabajo social con niños. A él, que llegó a pensar en el suicidio cuando el mundo se le vino al piso, cuando lo bajaron del podio del ciclismo profesional, cuando se detuvo el reloj para seguir acumulando unos pesos y mejorar su calidad de vida y asegurar el futuro de su familia.
Igualmente, a él, que fue criticado y condenado, porque a nadie inyectan sin que se dé cuenta. A él, que se encerró, que lloró, que lo superó todo por sus dos hijos.
Además, a él, al que muchos le dieron la espalda, pero la mayoría le reconoció su condición humana, por encima de la deportiva. A él, que le consiguió empleo a uno de los cinco delincuentes que lo robaron y éste no aceptó, porque dos millones doscientos era muy poquito sueldo. Por su parte, a él, que le volvieron a desocupar el almacén una segunda vez y alguien le ofreció matarlos, que debe pesar más en la conciencia que poner un arma en las manos para perpetrar la ejecución.
Por supuesto, no lo hizo, es difícil pasar de empuñar un manubrio a una pistola. O decidir acabar con la vida de otro ser humano, siendo fiel creyente de Dios.
Aunque en un país tan convulsionado como Colombia varios ciclistas se han visto envueltos en negocios turbios y han terminado muertos a balazos, acribillados en ajustes de cuentas o en cualquiera de las vueltas de nuestra espiral de violencia (Alfonso Flórez, Juan Carlos Castillo, Gonzalo Marín, Marcos Wilches, Ricardo Zea, Elkín Darío Rincón).
Con la rabia el ser humano se convierte más rápido en homicida y decir que hoy se arrepiente de no haber asesinado a quienes lo dejaron con los brazos cruzados y le arrebataron buena parte de su patrimonio, de sus ahorros. Tal vez no sea más que una forma de vengar simbólicamente la afrenta o una advertencia vedada a la vida para que no le vuelva a pasar. O la ratificación en su sentir y pensar del viejo refrán: “Al que obra bien, le va bien”.
Hoy La tienda de Pantano, ocupa la Casa del río, una vieja mansión esquinera en Ciudad Jardín que cuando el sector pasó de exclusivo a comercial fue adecuada para negocio y funcionaron allí la Casa de la cerveza. Además de una boutique y un restaurante de comida mexicana.
Con un CAI (Centro de Atención Inmediata) de la Policía y el río Lili como guardianes, un anexo del almacén es el Café Pantano, un espacio para el deleite del paladar y punto de encuentro de ciclistas recreativos, de cierto nivel o poder adquisitivo.
El sector ya no es residencial, pero no ha dejado de ser exclusivo, lo confirman negocios vecinos como el almacén de la diseñadora Silvia Tcherassi o el restaurante de comida de mar Martín Pescador.
Jarlinson –cuya imagen en los días de gloria está congelada en fotografías de gran formato en los inmensos ventanales traslúcidos–, lo defiende y asegura que hay precios para todo el mundo. Es un tipo amable y buen conversador, inteligente –con racionalidad sensible o sentipensante, como decía Miguel de Unamuno– y convincente.
Tiene 35 años, pero parece más joven. Ha subido 10 kilos desde que se retiró y ahora monta bicicleta sólo cuando en realidad se le antoja, menos los fines de semana que son sagrados para dedicárselos a su esposa Yesenia Narváez (la mente sagaz detrás de las inversiones de las finanzas familiares y la que le reprocha su gusto por la música popular) y a sus hijos, Jerónimo y Maximiliano, de 12 y cinco años respectivamente.
Juan Carlos Conde, exasistente técnico del Deportivo Cali, egresado de la Escuela Nacional de Deporte, vecino y amigo de Jarlinson, lo considera junto a Luis H. Díaz, “el mejor ciclista vallecaucano de todos los tiempos y se constituye en un referente de rectitud y honestidad”, y remata diciendo que es un gran trabajador, una buena persona y un ser humano excepcional.
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Entretanto, para Álvaro Mejía, exciclista profesional y mejor joven del Tour de Francia 1991, médico egresado de la Universidad de Manizales-Caldas, la mayoría de colombianos que corren Europa están limpios y cada temporada pasan los controles:
“Pero en un campo de trigo puede haber una mala hierba”.
Aseguró refiriéndose a Pantano con una metáfora bucólica y letal.
La cuestión tiene mucho más de fondo, Paola Madriñán, la mejor ciclista caleña en la historia, es menos afilada y más realista pues considera que, en el ciclismo masculino competitivo de alto nivel, los hombres son llevados al extremo:
“Uno sabe que, con carreras de tres, casi cuatro semanas y etapas tan largas, el desgaste es brutal. Todos van ‘carburados’ como un carro de carreras: los hematocritos deben ir aquí, la hemoglobina acá. La ayuda va a hasta los límites del dopaje”.
Y eso lo saben todos los que ruedan, que la ruleta rusa del dopaje está agazapada en cada pedalazo, en cada ascenso, detrás de cada curva de la carrera que envenena el ambiente y los organismos, pero arroja resultados.
Jarlinson debutó en 2007 –de niño le gustaba más el fútbol, es hincha del América de Cali– y su retiro forzoso ocurrió en 2019, fueron 12 años de carrera. Ese mismo año, con 42 suspendidos por dopaje, entre ellos ocho con carácter preventivo, Colombia ocupó el deshonroso segundo puesto mundial en ese ámbito, detrás de Costa Rica.
Tres años después –según el portal France 24– nuestro país saltó al primer lugar con 32 casos, escoltado por Costa Rica e Italia. Habría que decir que en la élite del ciclismo mundial los casos positivos se cuentan por pelotones y que muchas figuras siguen en competencia como si nada.
O mejor, gracias a un entramado de intereses que no son tan ocultos, avalados por un poderoso caballero: Don dinero. De los colombianos, Nairo Man Quintana o Miguel Supermán López, para citar sólo dos casos. O la vinculación del campeón mundial de contrarreloj Santiago Botero, en la Operación Puerto.
Pero le tocó a Pantano chapotear en las aguas densas y cenagosas del dopaje, superar ese terreno inestable y si bien no tan hondo, profundo en sus repercusiones que le empantanó una etapa de su vida. La más terrible acaso, la explicación de lo sucedido a su hijo mayor y a su señora madre, Olga Sofía Gómez. Su muchacho, el que desde que comenzó a competir con el equipo Colombia es pasión, comenzó a ganar, se enfrentaba a su derrota más terrible.
No le gusta hablar de sacrifico sino de disciplina. Fue la que lo llevó a las filas del equipo conformado para volver después de 20 años a las grandes carreras europeas e intentar emular las gestas de Lucho herrera, Fabio Parra y toda su cohorte.
Valora el compromiso como gregario y no se arrepiente de haberlo sido:
“Nairo nos hizo volver a soñar con ganar el Tour y Egan, el niño maravilla, nos lo hizo realidad”, dice con la admiración propia de quien trabajó siempre para un líder, que recalca, debe ser tan humilde como todos sus coequiperos”.
Asimismo, continúa:
“Recuerda con gran aprecio al español Alberto Contador, dos veces campeón del Tour de Francia, en dos ocasiones del Giro de Italia y en tres ediciones de la Vuelta a España. Siendo el líder del equipo y pudiendo dormir solo en una habitación, la compartía con él en un gesto de inmensa gratitud. Le daba la cama más grande y en carrera estaba al tanto de su gregario de oro. Todo lo contrario del italiano Vincenzo Nibali, “un prepotente de aquí hasta Roma”.
Guarda silencio para pensar en sus ídolos y después de un suspiro –ese aire que sobra cuando algo hace falta–, se suelta como en un descenso:
“Yo era hincha de don José Castelblanco y de Hernán Buenahora; de los vallecaucanos John Fredy García y Alexander González; y a nivel de Europa, del alemán Jan Ullrich, por su combatividad en la competencia”.
No desconoce a los grandes, pero rinde homenaje al ejército anónimo que los encumbra y que no sale en la foto, ni en los titulares y menos en las pantallas. Habla con cierto desparpajo sobre sus propias condiciones:
“Yo a veces tenía mis chispazos, me gustaba subir, pero en las carreras grandes me daba pereza estar todos los días adelante y me trazaba objetivos de etapa”.
Era un corredor que se regulaba después de aplicarse a fondo, que siempre tuvo claro que su vida no podía depender del riesgo.
No le gustaba la presión, amaba la diversión, el disfrutar la carrera. Era cauteloso y medido, en La Línea o en el Alpe D’Huez. En el primer Tour de Francia, le dijo a su mujer: “Yo por acá no vuelvo ni loco. Esto es una guerra”. Mintió, corrió tres.
Y no mintió, es un infierno entre compañeros. Ahora planea y le da pereza la montaña, pues ya la padeció bastante. La subida a El Piojo en Yotoco, que nunca se ha corrido oficialmente y sólo es un lugar de entrenamiento, la compara con el ascenso a Monte Zoncolan, una estación de esquí en el norte de Italia que ha sido final de etapa del Giro en siete ocasiones.
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Son lugares que marcan la vida de un ciclista, porque se sufren o porque se gozan.
No sabe a ciencia cierta por qué escogió el lugar donde está su tienda, pero lo cubre la certeza de que la goma del ciclismo se estiró más por estos lados de la ciudad. “Aquí en el sur no había almacén y sí muchos aficionados”.
Confiesa que hay precios para todos los bolsillos, pero la verdad es que se necesita una tarjeta con buen respaldo para mercar en ella, amén de las promociones. Un staff de diez personas lo acompaña. Tres asesores en atención al cliente, dos en el café, tres más en el taller; además de un contador y un abogado, eventuales claro.
Ahora bien, marcas de gran renombre en bicicletas de ruta y montaña, uniformes, cascos, zapatillas y toda la indumentaria requerida para aventurarse en este mundo. Hasta planes de entrenamiento personalizados diseña y asesora para su clientela.
No piensa en expandir su negocio, abrir otras sucursales o aventurarse en otras ciudades de Colombia. Sólo está a la espera de que pase este gobierno, ‘llevar la cruz’ y luego analizar las circunstancias para tomar la decisión de irse del país.
Nunca lo había siquiera contemplado –a su juicio en otros gobiernos también nefastos–, pero los resultados de las próximas elecciones serían definitivos para abandonar su patria. No quisiera, porque no le gusta, pero siente que le toca. Refiere una situación acontecida en Europa, que permite deducir su posición: “Estuve dos horas hospitalizado y pagué 500 euros.
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A mí me da risa los que dicen que aquí la salud es mala”, y no se está riendo. Con una seriedad hasta el momento oculta, añade que a su mamá le han dado dos aneurismas y no le ha tocado pagar ni un solo peso.
Y que a su hijo mayor, diabético tipo 1, no le faltaba su bomba de insulina, pero con el debate de la reforma a la salud y las EPS (Entidades Promotoras de Salud), de cinco plumas del medicamento ahora sólo le dan una. Comprende la lucha de clases, la polarización de país y ese descontento del pueblo con todo y con todos, pero por encima de cualquier otra consideración cree en el trabajo y en la disciplina.
Tal vez no esté muy empapado de los niveles de desinformación o manipulación mediática, pero le parece inconcebible que una familia pobre sea numerosa. Bueno, la educación trasciende la simple forma de ganarse la vida.
Sus amigos son los del barrio, sus ‘parceros’, y los hechos con la bicicleta, su negocio es el eje sobre el cual desarrolla su vida, que siguen ligada a la bici, pero de otra manera, pues ya no encuentra la motivación para salir a entrenar.
El ciclismo fue un hobby que se le convirtió en profesión y representación de una marca que le pagaba por eso.
Ahora camina, trota o va al gimnasio para mantenerse en forma y monta cuando lo que no hacía antes le deja tiempo. Es un papá presente, un amigo afectuoso, un cristiano militante que todas las mañanas se arrodilla al levantarse para agradecer al creador. Una persona que se considera ‘jodida’, seria en los negocios y que detesta la deslealtad.
Este año será la tercera versión de La ruta Pantano que partirá de Cali, pasará por Palmira, El Cerrito y el corregimiento La Habana en Buga y finalizará en el Lago Calima.
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Un dinamizador económico que puede ocupar a un millar de personas en los dos días de logística y travesía, mover la hotelería, los restaurantes, el turismo en general y, por supuesto, la caja registradora del organizador. Todos quieren saber cuál es su patrimonio actual, porque lo asumen rico, pero pocos saben su pasado con limitaciones: “Todos cinco dormíamos en una sola habitación, mi papá, mi mamá y mis hermanos. Nunca nos acostamos con hambre, pero eso sí, comimos mucho arroz con huevo”, y se ríe como burlándose de la miseria.
Vive feliz. Tiene dos tatuajes y pronto serán tres: uno en el brazo derecho, que asemeja el parche sensor de insulina que debe utilizar su hijo Jerónimo; en la espalda, las iniciales de su esposa (ella tiene las de él); y otro sin definir, pero Maximiliano le reclama y exige que lleve su nombre marcado en la piel. Pronto será.
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Nunca se imaginó llegar a dónde llegó y hacer lo que hizo. Nunca caídas graves, sólo una toxoplasmosis y una mononucleosis en competencia. Asegura que hay que prepararse. Ahorrar. No dilapidar. No le extraña lo rápido que se olvida la gente de los ciclistas que ganan sólo etapas y no títulos, todos caen en el abismo del tiempo que se lo traga todo.
Y ni qué hablar de los que ni siquiera una etapa. No sabe si es el país o el deporte, el más desagradecido, pero está seguro de que hoy día el tiempo es como un río que arrastra rápidamente todo lo que deja de figurar.
Por eso primero Dios y segundo la familia, lo que la gente diga lo tiene sin cuidado. Comparte con Nairo Quintana una máxima espléndida: “A mí no me duelen las críticas, sino las piernas”.
Siempre hizo pista y ruta de manera alterna, por eso no le asombra que la moneda caiga por cualquiera de las dos caras. Andrés, su hermano mayor, lo considera un ganador indiscutible en la carrera de la vida.
Y Alejandra, su hermana menor –y que trabaja con él en la tienda–, lo considera ejemplo de resiliencia y capacidad de rehacerse siempre. Juan Nayib Tobón, una mole de ébano de casi dos metros, campeón mundial de patinaje y amigo entrañable, pasa por Café Pantano e interrumpe la entrevista con un abrazo conmovedor. Se saludan, se hacen las preguntas de rigor, se ponen al día y se despiden con una brevedad contraria a la inmensidad del cariño. “Mi negro, Dios te bendiga”. Sin duda alguna, Jarlinson es más de amores que de odios. ¡Oh Dios!
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