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"Miro a mi alrededor y me encuentro con ojos devastados, sin brillo", crónica de una caleña en España

"Miro a mi alrededor y me encuentro con ojos devastados, sin brillo", crónica de una caleña en España

Atravesando la cuarentena - Carmen Andrea Rengifo (Periodista)

Abro la puerta. He dado 60 pasos desde que salí del apartamento en el que vivo, hasta el portón de madera que da a la calle.

Llevo seis bolsas de basura en las manos y 19 días de aislamiento. Avanzo dos cuadras, me encuentro con el histórico rio Guadalquivir, sus aguas se deslizan sin prisa. Está solo, como todo el malecón.

Me he puesto un tapabocas que tenía guardado desde hace un año, cuando la primavera me afectó la garganta. Me dirijo hacía la farmacia, antes de la primera parada veo varias patrullas de la policía, custodian el vacío, el silencio de las calles.

Hace frio, pero mi mascarilla esta bañada en sudor. Huele a pan caliente, tres clientes a casi un metro de distancia entre ellos, esperan por el pan.

En la droguería, un vidrio separa a la mujer que atiende con mascarilla, de los clientes. Me acerco a pagar, la mujer me pide que me aleje un poco. La cercanía del andaluz y del latino está pausada, el virus nos ha llevado a conocer el individualismo al extremo.

Camino despacio, quiero aprovechar cada paso, me dirijo al supermercado, atravieso la calle San Jacinto, un lugar lleno de bares, cafés y sitios para picar, siempre está repleto de turistas, hoy habitado por una que otra sombra sin voz.

Las nubes corren, el sol se asoma, los avisos de quédate en casa hablan desde las puertas, cerradas, de los comercios. Hasta Dios cerró su templo, en la Iglesia San Vicente de Paul piden seguir la misa por radio o internet. Me cruzo con mujeres y hombres que van y vienen hacia la misma dirección mía: el supermercado.

La soledad es desoladora, no hay ruido, el bullicio del andaluz se ha evaporado, las sonrisas se quedaron atrapadas en las mascarillas, las miradas hablan de un duelo que golpea las entrañas. Tengo quince personas por delante, y quince por detrás.

Después de diez minutos en la fila, un hombre con un tapabocas me dice que puedo pasar, me señala el gel antibacterial y los guantes. Suena música suave. Las estanterías están surtidas, casi todos los clientes tienen mascarillas, muchos llevan lista en mano.

Pasillo a pasillo todos nos miramos buscando respuestas, todos nos hablamos en silencio, el dolor se ve en la mirada baja, en la cabeza rendida, en los cuerpos inertes.

Me duele el estómago, intento abrir la bolsa de plástico para meter los tomates, miro a mi alrededor y me encuentro con ojos devastados, sin brillo. Lloro, la música se detiene, una voz blanda habla por el parlante: “No es necesario almacenar. Esto pasará. Racionalicemos el miedo.” Tenemos que domesticarnos, el medio es el mensaje, la terapia colectiva se distribuye gratis y vía oral en los supermercados.

Sara está en la caja, tiene una energía envidiable, me habla despacio, con calma. Algo poco habitual en el andaluz. Salgo del lugar sabiendo que volveré al aislamiento preventivo, al menos por veinte días más. Solo veo una pareja en la calle, el resto somos almas solitarias encontrándonos en las miradas. Han pasado dos horas desde que salí de casa, 4.403 pasos. El portón está abierto, agradezco no tener que tocarlo, entro en el edificio, la puerta se azota, las nubes lloran.

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