Como volvió a equivocarse Mao Tse-tung -pues las mayorías sí se equivocan y los triunfos de Trump, del Brexit y del NO en el plebiscito lo comprueban-, es preciso buscar resquicios para resguardar la cordura de los abusos de la estadística. Y del resentimiento, creo. Eso ha hecho quien acaba de ser investido con el Premio Simón Bolívar a la Vida y Obra de un periodista. Un acierto indiscutible, uno de los más justos reconocimientos el otorgado a Alfredo Molano Bravo. Quien quiera entender este país debe leer su obra, una mezcla maravillosa de periodismo, historia subalterna y literatura, adobada con tantas disciplinas como testimonios tiene cada uno de sus libros. Un señor periodista que otra señora periodista -Martha Ruiz- hace tres años invitó, desde su columna en la Revista Arcadia, a leer para entender la difíciles realidades de un país fragmentado. Un viajero constante a la identidad de personas y regiones que retrata con un pluma tan implacable como eficaz. “Mi oficio de escribir se reduce a editar voces que han sido distorsionadas, falsificadas, ignoradas”. Eso dijo, eso hace, eso ha dicho y hecho siempre.
El 28 de octubre de 2010 lo entrevisté por primera vez. Lo había visto y leído hace 20 años. Asistió como ponente a un evento organizado para celebrar los 35 años de la Escuela de Comunicación Social y la Facultad de Artes Integradas de la Universidad del Valle en Cali. Sus compañeros de mesa, Claudia López y Luis Alfonso Mena. Dos columnistas despedidos por defender posiciones independientes. La primera, del periódico El Tiempo de Bogotá y el segundo, de El País de Cali, respectivamente. Bajo la moderación del profesor Alejandro Ulloa, los tres panelistas disertaron sobre periodismo y política, libertad de expresión y de prensa, actualidad y pasado, historia y literatura, conflicto e intereses, y hasta sobre marihuana y despenalización.
Además de la entrevista de media hora que debía realizar para el programa “Periodismo, Región y Opinión” que emitía Telepacífico, me interesaba conocer la percepción y la opinión del autor de varios libros que me habían conmovido por su vivacidad y porque varios de ellos se desarrollaban y tenían como escenario natural una región como los Llanos Orientales, por la que siento una atracción, más auténtica que folclórica, debo aclarar. Muchos habitantes de mi pueblo, Dolores –hizo parte de La Cortina, retaguardia de las guerrillas liberales del Tolima– migraron hacia los Llanos. Mi padre –asesinado en 1991– solía decir que el ganado era bendito. Esa relación tierra, ganado, riqueza y violencia, no deja de asombrarme.
Molano es un hombre tranquilo. Su voz es nasal, pero firme. Estaba vestido como es habitual en él, de manera muy sencilla pero particular. Con un jean, una camisa blanca de manga larga y un chaleco negro, que varios especularon era antibalas. No creo, les dije, es un hombre llano. Me llamaron la atención sus manillas, su reloj y sus blancos zapatos de tela. Muy jóvenes las primeras, muy pequeño el segundo y muy vulnerables los terceros, pensé. Es un hombre al que se le notan los años, que ha aprovechado el tiempo y que camina con pies de plomo, un metal que no le resulta extraño. Suele cruzar los brazos y mirar en lontananza, como en la búsqueda de respuestas a tanta desgracia.
Mientras se hacían los acondicionamientos técnicos de rigor para la entrevista traté de romper el hielo diciéndole que yo no creía que fuera a ser efectiva la convocatoria a un plebiscito que pretendía –por ese entonces en California, Estados Unidos– legalizar el consumo recreativo de marihuana. Unos minutos antes se había hecho a vivas, risas y aplausos en el auditorio tras haber dicho que la generación del 60 debía reconocer su derrota. “Perdimos intelectual, conceptual e ideológicamente”, sentenció. Hasta allí no se había reído nadie y el silencio en el auditorio del edificio Tulio Ramírez era casi sepulcral. Solo algunos comentarios tímidos y en muy baja voz. La asonada había sobrevenido cuando dijo: “La única esperanza que nos queda es California”. El alboroto fue total. Molano, que casi nunca abandona una mirada infinitamente triste, pareció alegrarse cuando le recordé el episodio y esbozó una sonrisa. No perdió la serenidad y sin hablar pareció indicarme que defender no es sinónimo de consumir y que en Colombia hay cosas más graves para decir que confesar si uno se fuma o no un porro.
Comenzó la entrevista y en cada respuesta advertí una especie de reiteración teórica sobre su quehacer profesional. Aunque siempre ha planteado que no le importa la elaboración conceptual, pues considera mucho más interesante oír a la gente, escribir con sus palabras y con sus testimonios, historias que permitan entender el país, me surgieron ese día varias dudas que me impulsaron a investigar más sobre su estrategia y su obra. ¿No será acaso su metodología el marco conceptual de lo que desdeña, el producto de su rigor académico y el referente para la construcción histórica y literaria que hace en sus libros? Cuando nos despedimos, descubrí con asombro que habíamos hablado casi una hora. Me desbordó el periodista y me absorbió el escritor. La leyenda. Como en la frase memorable de Carlos Monsiváis, cuando entendí lo que estaba pasando, ya había pasado lo que estaba entendiendo. En ese momento, decidí que mi Tesis de Grado para la Maestría en literatura colombiana y latinoamericana iba a ser sobre Alfredo Molano y luego, que la haría con base en los cuatro relatos del texto Del Llano llano (1995) un librito pequeño, cuyo análisis –así como la entrevista con su autor–, me tomó más tiempo del presupuestado y me dejó claro que una cosa es hablar de y otra, muy diferente, hablar desde. Y que al periodista no le permiten alcanzar la más noble función del escritor, entregar el testimonio libre del tiempo que le ha correspondido vivir.