Allá, donde termina el orgullo y comienza la igualdad, está don Alfonso Barberena -liberal acérrimo y defensor de los ‘destechados’- revolcándose por cuenta del muladar en el que se ha convertido la avenida que en Cali lo nombra. Nadie la conoce por su nombre. Todos le dicen la Autopista. O la Suroriental. A secas. Pero ya no es ni lo uno, ni lo otro. Está inundada de cambuches, de indigentes, de habitantes de calle, de basuriegos y consumidores de droga, de personas que lo han perdido todo y -como algunos políticos y dirigentes-, ya no tienen vergüenza social.
No es autopista, pues estas comunican poblaciones y tienen unas características específicas con las que la principal arteria caleña no cuenta: entradas y salidas independientes, no tienen cruces a nivel y tampoco acceso directo a las propiedades colindantes. A Mauricio Guzmán se le ocurrió levantarla parcialmente. En tres intersecciones hizo puentes para los dos carriles centrales, en lugar de alzar las avenidas menos anchas que la cruzan. Jorge Iván Ospina le dio algunos respiros: el complejo vial de Alfonso López, el hundimiento en la Transversal 29 a la altura de Comfandi El Prado y los puentes de la Carrera 44 y el de la 70.
Tal vez comenzó a llamársele autopista porque cuenta con calzadas separadas en ambos sentidos. La Simón Bolívar corrió la misma suerte, autopista sin serlo y con límite de velocidad en 60 km. La expansión de la ciudad ahora la ubica en su centro y no en su costado, como cuando comenzó a construirse, hace ya casi seis décadas, en 1960. Cali se preparaba para los Juegos Panamericanos de 1971 y mientras se arreglaba ‘el centro’, en la periferia bullían las invasiones.
Atraviesa la ciudad desde Menga hasta Valle del Lili. Un recorrido que -sin inconvenientes y para envidia de Bogotá-, puede tomar unos 30 minutos. En solo un tercio del trayecto, entre la Calle 52 y la Carrera 66, conté 32 cambuches. La situación es crítica al frente del barrio El Rodeo, cerca al sector de La Luna y en las inmediaciones del renovado dorso de las Canchas Panamericanas. Entre carretas, ranchos, dormitorios y baños improvisados debajo de puentes vehiculares y peatonales, hay una estela de desidia y desvergüenza, de olvido y marginalidad, de hambre y miseria, pero también de descaro e impotencia. A nadie pareciera importarle que toda la vía se haya convertido en la Calle del Cartucho de Cali. Mientras Bogotá, quién lo creyera, logró renovar urbanística una zona que fue el símbolo del lumpen y antro de la perdición, Cali la construye a lo largo de toda la ciudad, sin que nadie se inmute.
Y no es represión la solución. Ni con policías bachilleres cada dos cuadras, ni con motorizados que hagan rondas periódicas, ni con batidas esporádicas, ni con escuadrones del Esmad, ni con chorros de agua, ni con militares que a bolillo y culata de fusil ‘limpien’ la zona. No. Es con atención a esta población, acompañada de control y respeto por la condición humana. De prevención. Ellos son el síntoma de una ciudad enferma, son la consecuencia de una degradación social creciente y delicada. Un trabajo que por lo regular corre por cuenta de la Iglesia, con sus centros de resocialización; y de la labor social que realizan ONG’s, pero no de la Alcaldía, a quien corresponde.
Cuando en 1948 Alfonso Barberena lideró junto con Julio Rincón la lucha por las tierras ejidales para los desposeídos, la pobreza en Cali no alcanzaba los niveles de indigencia que hoy brotan en cualquier calle de la ciudad. Es la historia de las urbes. Desde que existen hay gente cuya cama es el suelo y su techo el cielo, pero no en la proporción que hoy subyuga. La cuestión es que esta problemática históricamente se ha manejado mal. Como quien barre y esconde el polvo bajo la alfombra, los otrora gamines y hoy indigentes, son buscados, reclutados, recogidos, peluqueados, bañados, alimentados y encerrados, cuando las ciudades necesitan verse limpias ante visitantes ilustres o eventos internacionales. En casos extremos -comprobados-, son ‘exportados’ a otras ciudades.
La situación de la autopista suroriental, es la prueba fehaciente de cómo la sociedad con su indiferencia construye guetos que luego señala y desdeña. Seres que reciclan para el consumo, que vuelven humo su realidad y añicos su futuro. El basuco, la droga más virulenta que ha cundido todos los barrios marginales de Latinoamérica, se pasea por la autopista como un bólido en Indianápolis. No piden limosna, no raponean, solo están en la orilla de la cloaca. La mayoría se ahogará en las aguas de la indiferencia y tal vez algunos, apegados a la vida, reencuentren el camino. La ciudad les pasa veloz, les echa polvo y hollín, más humo y menos partículas de esperanza. Cambiaron el andén por el separador vial. El cemento por la tierra. Se mueven entre las sombras de los puentes y los árboles. Todas las razones que los arrojaron a la calle son distintas.
Si la velocidad o el polarizado no le dejan ver esta realidad social y cultural, baje la ventanilla y revise su conciencia, para que la sienta. Mientras llega la solución. Aunque el de la autopista y sus habitantes, como muchos otros, será problema del siguiente alcalde. O del después, o del que siga, al fin y al cabo todo el mundo les sigue llamando ‘desechables’.