El tiempo, solo el tiempo logra borrar los momentos más difíciles, sin embargo muchos de ellos se escriben con sangre y dejan huellas permanentes.
Es difícil recordarlo con detalle. En ocasiones voy al apartamento en la unidad Santiago de Cali con el propósito de revivirlo y aunque allí están las mismas paredes y algunos de los muebles, no puedo. El tiempo y la necesidad de borrarlo intentan ser más fuertes.
Sabía que estábamos en guerra. Tengo grabadas las palabras premonitorias de mi padre: “En una guerra es muy fácil morir y en esta guerra que libra el ‘M’ muchas personas morirán antes de conquistar la paz”. Esas tres letras me motivaron a salir de La Habana, mi refugio -“mi todo refugio”-, para ver lo que todos llamaban el diálogo nacional y la oportunidad de paz. Sin embargo, como ha ocurrido de manera sistemática y no silenciosa, muchos más le apostaron a la guerra, a la muerte de unos y de otros, de acá y de allá, como consignando para siempre, o por lo menos por mucho tiempo, que para este pueblo la paz no sería un parto fácil.
Una noche hace 27 años*, estábamos viendo las noticias y alguien tocó a la ventana. Un vigilante de acento caucano susurró: “lo están buscando, saben dónde vive”. Junto a mi familia, iniciamos una huida sin éxito. Por horas rondamos en un pequeño carro por el centro, pensamos en subir a Siloé o ir al Distrito. Incluso contemplamos viajar hacia el Cauca, pero pudo más la confianza y nos dirigimos al oeste de Cali, a Los Cristales.
Hablamos, había alegría: una vez más mi papá se alejaba de la prisión o la muerte. Ya habían pasado unas horas de la primera información y él sentía que allí estaba seguro. En medio de llamadas y obvias conversaciones, mis padres me indicaron dónde dormir. Esa noche tuve un sueño corto en el que me trasladé al mar, en donde recogía estrellas y caracoles y veía grandes buques. De pronto, me desperté con un estruendo mientras gritaban mi nombre. Él estaba tranquilo, más sereno que de costumbre y con un fusil en sus manos, me dijo: “Cuida a tus hermanos”. El combate se llenó de consignas para amedrentar al enemigo y superar el miedo, la pólvora enardece, se aspira y a su vez motiva, los tiempos son eternos y durante algunos minutos todo se estremece. Tiros van y vienen, cada bala suena un par de veces, a su salida y en su inevitable punto de llegada. Casi está amaneciendo, mientras suena el teléfono se encima al contrario. Entonces mi padre salió a la terraza. Intenté hacerle retroceder pero entonces se escucharon dos silbidos: uno rozó mi cuello y el otro fatalmente certero atravesó su tórax. “Me mataron” me dijo, como queriéndome decir más cosas pero sin poder. Lo retiré de la línea de fuego y le cerré sus párpados: grité por un rato.
Quedé paralizado y aturdido, todo me daba vueltas, solo escuchaba un zumbido lejano y largo, como de una chicharra. El tiroteo se agudizó y copó cada espacio. Sentí que caían pequeñas cargas de explosivos y las consignas eran ahogadas por armas de mayor calibre. El único compañero que aún respondía al fuego se parapetó en el segundo piso y me dijo adiós con la mano mientras la familia Marín se resguardó en el baño. En un instante reaccioné, decidí abrazarlo y besarlo. Lo arreglé, le repetí cuánto lo quiero, cuánto lo amo. Ya nada importaba y aunque el tiroteo continuó y las balas estallaban cerca de mí, no me pasó nada. Su cuerpo aún se sentía caliente y me preocupaba que estuviera expuesto. Lo moví hacia adentro y seguí abrazándolo como fantaseando con curar sus heridas y evitar que el frío penetrara en su cuerpo. Seguidamente recogí sus documentos y armé un incendio con ellos. Luego hice una llamada, no recuerdo a quién y le conté: “Papá ha muerto”.
Cuando se ha perdido tanto lo demás no importa. Se soporta la tortura, la cárcel y la ausencia de todo. Por un tiempo se autoincrimina y se culpa, pero cuando se supera llega una motivación especial de trabajar para que no ocurra más: Liderar para transformar, comprendiendo que no somos un pueblo malvado destinado a matarnos por siempre.
Sí señor Presidente, “La paz es la victoria”
Pero no la paz en vano para que todo quede igual: ésa no es duradera, es efímera. Se trata de hacerla con una base ética construida colectivamente, con perdón, reconciliación, reparación y rectificación. Con verdad, que intervenga las causas de la guerra que ha motivado a algunos y obligado a otros a empuñar el fusil, la que transforma la tenencia de la tierra y define que la unidad nacional no es con los mismos de siempre. Es con los afros, indígenas, ambientalistas, raspachines, mineros legales e ilegales, deportistas, gestores culturales y campesinos. Ésa es la unidad nacional que alcanzará la victoria y tal como usted lo dijo: “La paz es la victoria”.
*Los sucesos narrados corresponden a la muerte en combate de Iván Marino Ospina Marín el 28 de agosto de 1985 en el barrio Los Cristales de Cali.