No son tan lejanos los tiempos en que las “Brujitas” salían y llegaban de Granada o Córdoba, cargadas de turistas medrosos que pensaban en el tren como ese monstruo que podía aparecer en cualquier curva para embestir el pequeño y artesanal carruaje cuya carrocería eran ellos mismos: los pasajeros. Era parte del paseo y los accidentes se cuentan como leyendas. Casi como mitos. Con muertos y heridos. Con sustos y gritos. Con el vértigo que genera lo desconocido, pero sobre todo, lo atrevido. La vida sobre unas tablas y éstas sobre cuatro balineras, y ellas sobre dos rieles. La vida en las manos de hombres que habían cambiado de canoa. Que las hacían navegar sobre los hilos de acero. Con una vara impulsaban, frenaban y desafiabas las leyes de la física sobre la línea férrea. Hasta 50 km/h de viento y brisa en la cara.
Pero las cosas han cambiado. Las “Brujitas” hoy son motorizadas. El ingenio -ese hermano siamés de la necesidad-, adecuó las motocicletas como sus impulsoras. Aceleran y frenan a discreción del piloto, casi siempre un negro fortachón que las desmonta de los rieles del ferrocarril a pulso, pero ya sin las afugias de encontrase el tren de frente e improvisto. El mismo tren que ya no es una cocina que arrastra un pueblo como en “Cien años de soledad” y ahora tiene unos horarios específicos e inmodificables. Los viejos polines de madera fueron reemplazados por concreto. Hay alarmas y una organización comunitaria por la que babearía cualquier politiquero de oficio.
Sigue siendo una aventura ir a San Cipriano. Y no es para menos, así como Cipriano pasó de brujo a santo y de mago a clérigo, este lugar pasó de infierno a paraíso. Era ignoto y remoto. Olvidado a su suerte. Pero contrarrestó todo maleficio y como el patrón de la magia blanca, las brujas y la hechicería, que le presta su nombre, San Cipriano se convirtió en lo que es hoy: un destino turístico sinigual. La lejanía se hizo cercanía y la fe en sus riquezas paisajísticas lo bautizó como un lugar único, un verdadero tesoro de la naturaleza. Eso debieron percibir expertos del Programa para la Conservación de las Fuentes Hídricas de las Naciones Unidas para declararlo uno de los ríos de medio nivel más limpios del mundo.
Y es cierto. Sumergirse en San Cipriano, es descubrir un río que no se sabe dónde comienza, ni dónde termina. Y corroborar que no importará nunca el tamaño de la piscina y tampoco si su agua es cristalina, para saber quién es el rico y quién el pobre, quién tiene oro y quién tiene cobre. Corroborar que las manos de las negras tienen algo especial, que su cocina arrastra siglos de deliciosa complicidad entre los frutos del mar y de la selva. Culos negros. Así son los de las ollas que guardan sus secretos. Llama doble e incandescente de tradición y sabor.
Una hora de Cali a Dagua. Allí se desayuna a placer. Frugal, normal o nacional. Es decir, fruta o café y pandebono o plato camionero. Calenta´o con adicional de lo que prefiera. Un atentado gastronómico dirán algunos, pero un deleite popular al paladar. Si lo prefiere, puede esperar hasta Cisneros y parar en Caldo e’ mugre. Un toldo a la vera del camino donde venden el caldo de pollo más rico de la región y sus confines. Un poco graso -el delantal del vendedor aclaro- pero una pócima efectiva para enfrentar lo que se viene.
Desde la tragedia de Bendiciones y La 40, acaecida en 2006, a las piedras y el lodo le siguieron propuestas, planes, programas y promesas. Diez años después hay algunas deudas sociales, pero la vía ha cambiado. Ampliaciones y viaductos. Ya a 45 minutos de Dagua y 20 de Buenaventura, una ciudadela para la comunidad, un parqueadero gigante para turistas, un puente peatonal sobre la vía principal y un puente colgante sobre el rio Dagua. Técnica y administrativamente, un nuevo rumbo para quienes vieron la utopía transformada en realidad. Algo histórico que costó 38 vidas, 100 viviendas y 217 familias marcadas de por vida una avalancha.
Una vez en ruta la fila puede ser de 30 y hasta 40 “Brujitas”. Conductores con chalecos numerados. Ocho y hasta diez personas en cada una. (Depende del peso y del desayuno en Dagua). Dos túneles. Un puente metálico que se pasa raudo, porque la sensación de fragilidad de la estructura metálica dejar verlo todo. La cordillera, que los lugareños llaman La Sierra. La selva. Las casitas humildes en palafito, desperdigadas cada tanto. Los pequeños sembradíos, apenas de pancoger. Y otro rio bajo los pies y los polines. Y al lado, el rio majestuoso. 20 minutos en un trayecto de exuberancia y placer.
Ya en San Cipriano, el caserío emerge con visos de modernidad. Equipos de sonido y televisores de gran tamaño. La madera ha cedido al cemento. Hay hostales en tablas y hoteles bien acondicionados. Una calle larga con comederos a lado y lado. Cuatro kilómetros de cálido rio. Y siete charcos profundos de agua cristalina. También claro, zonas bajas y espacios para campar. Una chanca de fútbol, donde a veces hacen conciertos. Una discoteca. Bebidas que templan el espíritu y afinan la puntería: viche, arrechón, tumbacatre, parapicha. Y paro.
San Cipriano es una reserva natural. Allí se duerme tranquilo, sin el temor de los pillos, pero sí con el arrullo de los grillos, de los micos aulladores y de las pavas. Varios kilómetros de un rio que no se enturbia. Que cuenta la leyenda, recuerda a cada uno de sus visitantes.